Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) cumplen una función paradójica. Son, a la vez, un horizonte compartido y un recordatorio de lo que no hemos podido cumplir. En Colombia, un país que hace algunos años se jugó con entusiasmo por posicionarse como referente en la agenda global, hoy vemos con cierta tristeza cómo esos objetivos para el 2030 parecen cada vez más lejanos. La pandemia, las crisis políticas, los conflictos armados persistentes, la desigualdad y la falta de visión estratégica nos han hecho perder terreno. Pero la discusión, en el fondo, no es solo sobre indicadores o plazos incumplidos: es sobre la capacidad real que tenemos, como humanidad, de construir y sostener pactos globales.

No sobra recordarlo: los ODS fueron concebidos desde Colombia, gracias al liderazgo visionario de Paula Caballero y Patti Londoño, dos diplomáticas que lograron que una propuesta surgida aquí se convirtiera en la brújula de desarrollo de toda la humanidad. Es un doble orgullo: no solo que esta agenda global haya nacido en nuestro país, sino que lo haya hecho de la mano de dos mujeres colombianas. Por eso, nuestra responsabilidad es aún mayor: no podemos darnos el lujo de dejar caer una iniciativa que nació en nuestra propia casa.

¿De qué sirven metas compartidas si no logramos estar a la altura de lo que nos planteamos? Los ODS no han fracasado. Hemos sido nosotros quienes hemos carecido de coherencia, voluntad política y visión de largo plazo. La verdadera pregunta es si todavía creemos en la idea de pacto como herramienta de transformación. ¿Estamos listos para sentarnos otra vez a la mesa, redefinir alcances y actuar de manera más responsable?

En este contexto, la reflexión de Andrés Rugeles, vicepresidente del Consejo de Relaciones Internacionales (CORI), es clave: Colombia debe incorporar la agenda del desarrollo sostenible en el corazón de las campañas presidenciales de 2026. No como un discurso accesorio, sino como un programa de gobierno concreto. La política exterior, tantas veces relegada, debe convertirse en “Diplomacia para el Desarrollo”, una estrategia que no solo defienda intereses nacionales, sino que los vincule con los grandes retos de la humanidad: la lucha contra el cambio climático, la reducción de desigualdades, la defensa de la paz y la construcción de economías resilientes.

La oportunidad no es menor. A partir de agosto del próximo año, Colombia ocupará un asiento como miembro no permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Este espacio, lejos de ser un privilegio protocolario, debería convertirse en una plataforma para que el país impulse una discusión seria sobre los nuevos pactos que necesitamos. No se trata de repetir discursos en Nueva York, sino de ejercer un liderazgo que sea coherente en lo global y en lo local: una Colombia que hable de paz mientras sigue atrapada en su propia guerra, o que hable de sostenibilidad mientras entrega selvas y páramos a la voracidad extractiva, pierde credibilidad.

Por eso, pensar más allá del 2030 es indispensable. La propuesta de impulsar una Agenda 2050 como plataforma indivisible —que articule las dimensiones económica, social y ambiental— puede ser un punto de partida. No basta con revisar lo pendiente: hay que replantear el contrato social global, revitalizar el sentido mismo de los pactos multilaterales y reconocer que no habrá desarrollo sostenible sin un nuevo modelo de cooperación.

Colombia tiene, paradójicamente, mucho que decir en ese debate. Somos un país atravesado por la crisis climática, con una geografía y una biodiversidad que lo ponen en el centro de la discusión ambiental; somos también un país herido por la desigualdad y la violencia, y esa experiencia nos debería obligar a comprender mejor que nadie que los ODS no son cifras para Naciones Unidas, sino condiciones mínimas para la vida digna de millones.

Colombia, que es un país capaz de contener en su geografía casi todos los climas y paisajes del planeta, parece condenada a no aprender la lección más simple: la de cooperar. Aquí donde confluyen los ríos más caudalosos y las cordilleras más altivas, donde la selva late como un corazón inmenso y la biodiversidad nos convierte en potencia natural, seguimos entrampados en guerras pequeñas y egoísmos mezquinos. Es una tragedia que una nación tan rica en agua, en bosques, en culturas, se resigne a la pobreza y al aislamiento. Como si no entendiéramos que la verdadera abundancia no está en lo que poseemos, sino en lo que somos capaces de compartir.

De aquí al 2026, más allá de los cálculos electorales, necesitamos preguntarnos qué lugar queremos ocupar en el mundo. O nos resignamos a que los ODS se conviertan en otra lista de promesas incumplidas, o asumimos el reto de ser un país que cree y defiende los pactos globales. Si fracasamos, no será porque las metas eran demasiado ambiciosas, sino porque nunca nos atrevimos a estar a la altura.

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