A menudo las teorías de conspiración oscurecen los hechos, no los alumbran. La triste historia de un pelado de 15 años intentando asesinar a una figura importante es parte de un guión nacional. Si quieren hablar de perdedores en este triste hecho, el primer perdedor es el país, nosotros todos, nuestra dignidad, nuestra democracia. El segundo es Miguel (no le digo Uribe Turbay para subrayar su condición de hijo, de padre, de político, de ser humano), quien por fortuna sobrevivió, pero aún esta al borde de la muerte. El tercero es el pelado, un niño, hijo de la marginalidad.
Responsabilizar el clima político que propone Petro como el perpetuador único es lavarse las manos. En Colombia la reconciliación es un fracaso nacional, nuestra capacidad de anulación al contrario, de cancelar, de censurar, de desear la muerte del otro y de inventarnos una gramática que lo permita es histórica.
La violencia se cocina en conversaciones de almuerzo, en columnas, en programas de opinión, en cadenas de WhatsApp, en sesiones del Congreso, en trinos iracundos que no dicen nada pero lo insinúan todo. La violencia no llega disfrazada de ideología: llega envuelta en miedo. Y en Colombia —que alguna vez creyó que bastaba con firmar un papel para dejar atrás la guerra— seguimos sin entender que los discursos que deshumanizan son apenas el prólogo de lo que vendrá después.
Es un momento importante para recordar otro magnicidio, el de Álvaro Gómez. Qué curioso, un hombre de derechas que buscaba lograr un pacto sobre lo fundamental. Les recuerdo la altura de la conversación que en ese tiempo tuvo con Carlos Pizarro (otro asesinado) y el M19.
Nunca, en los más de treinta años de Gustavo Petro haciendo política tras su camino como guerrillero, se le hizo un atentado de esta magnitud. En general, de una manera solo explicable por los logros de la Constitución del 91, su vida se ha protegido. Si hay alguien que debería ser guardián de esa Constitución es él —y las izquierdas— que llegaron al poder democráticamente gracias a ese pacto fundamental, imperfecto pero de un esfuerzo enorme en una sociedad ensangrentada. Precisamente Petro tiene la responsabilidad mayor en des escalar el conflicto, porque es el presidente, es la persona con mayor poder en el Estado.
El atentado contra Miguel no fue solamente un intento de homicidio: fue un gesto de época, un signo de nuestro tiempo. Un adolescente armado en la mitad de la calle, disparando contra una figura pública, no es solo la expresión de la marginalidad, sino también el reflejo de una conversación nacional tan degradada que ya no distingue entre el debate y la destrucción. En ese espejo nos deberíamos ver todos. No por lo que hicimos, sino por lo que permitimos de nosotros y de nuestra clase política.
Estudios del Polarization and Social Change Lab de Stanford y del V-Dem Institute han mostrado cómo, en sociedades donde el conflicto comienza a ser indentitario, el paso de la palabra al acto se acorta dramáticamente. No se trata solo de gritar más fuerte: se trata de perder lo que alguna vez hacía que los disensos no terminaran en sangre. En la historia de Colombia, la polarización ha cobrado más vidas que el narcotráfico.
Lo que se rompió con el atentado contra Miguel no es solo la paz de una familia, sino una cierta noción de lo posible en democracia. La política, ya suficientemente degradada, queda ahora con una víctima sobre la mesa. Y con ella, la oportunidad de hacernos una pregunta que va más allá de la coyuntura: ¿hasta dónde estamos dispuestos a seguir alimentando este ciclo? ¿Cuántas veces más vamos a explicar la violencia sin detenerla, o justificarla sin entender sus raíces?
El triunfo de los que intentaron matar a Miguel es la decadencia de la democracia y la polarización. Oponernos a ellos, humanizarnos y humanizar nuestras diferencias, es la primera y más importante derrota que debemos darles. No nacimos para la guerra.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.