La renuncia de Laura Restrepo al Hay Festival, motivada por la invitación a María Corina Machado, debería servirnos para algo más que para repartir certificados morales. Debería empujarnos a una conversación incómoda pero necesaria sobre democracia, cancelación y el derecho al disenso, en un momento en el que América Latina parece debatirse entre la nostalgia ideológica y la realidad autoritaria.
María Corina Machado, hoy Premio Nobel de Paz, no llegó a ese reconocimiento desde la comodidad del consenso. Le tocó salir de Venezuela perseguida, amenazada, prácticamente en la clandestinidad, por un régimen que no tolera adversarios ni siquiera en el terreno simbólico. El hecho de que una Nobel de Paz tenga que huir de su propio país dice mucho menos de ella que de la naturaleza brutal del régimen de Nicolás Maduro.
Conviene decirlo sin rodeos: Venezuela vive bajo una dictadura. No una democracia “con problemas”, no una revolución “asediada”, no un experimento alternativo incomprendido. Una dictadura que roba elecciones, encarcela opositores, inhabilita candidatos, persigue periodistas y ha provocado una de las mayores crisis migratorias del continente. Seguir relativizando eso en nombre de viejas lealtades ideológicas no es pensamiento crítico: es ceguera voluntaria.
El Nobel de Paz, como todos los grandes premios internacionales, es profundamente político. Lo fue cuando se otorgó a Nelson Mandela y Frederik de Klerk; cuando se lo dieron a Barack Obama; cuando Juan Manuel Santos lo recibió en medio de las paradojas de haber sido ministro de Defensa durante uno de los periodos más sangrientos del conflicto colombiano. El Nobel no consagra santos: señala apuestas históricas.
La apuesta de 2016 fue la paz en Colombia.
La apuesta de hoy es la democratización de Venezuela.
Que esa apuesta tenga contradicciones no la invalida. Que haya paradojas —como las hubo con Santos— no la anula. El Nobel no es un juicio final sobre una vida, es una intervención política en el presente. Y el presente venezolano exige tomar partido contra un régimen que ha desmantelado todas las garantías mínimas de la vida democrática.
Quiero decir algo más, porque aquí también importa desde dónde se habla.
Yo no hablo desde clubes en Bogotá ni desde cafés en Miami. No hablo solo de los venezolanos pudientes que pudieron salir en avión —aunque ellos, por supuesto, también tienen derecho a vivir en su país y también son víctimas de ese invento fallido y cruel llamado chavismo—. Yo hablo desde haber trabajado con migrantes venezolanos, con niños migrantes, en Cúcuta, en Villa del Rosario, en Usme, en las periferias a las que muchos intelectuales prefieren no ir. A ellos no hay que preguntarles por la “calidad” del gobierno que tiene su país. Ellos ya respondieron con los pies, con el hambre, con el exilio forzado.
El gesto de Laura Restrepo es legítimo. Disentir lo es. Retirarse de un espacio por razones éticas también. Hay algo profundamente bello en el disenso, y el hecho mismo de que esta discusión exista habla bien de nuestra democracia. Pero otra cosa es exigir que el desacuerdo se traduzca en silencio ajeno.
Los eventos culturales —el Hay Festival incluido— no están para administrar unanimidades morales, sino para ponerlas en tensión. Para incomodar. Para abrir conversaciones difíciles. Para “pullar” de vez en cuando a sectores que se sienten seguros en su superioridad ética. Eso no es decadencia cultural: es síntoma de vitalidad. Y el Hay Festival, en Colombia y fuera de ella, ha dado suficientes pruebas históricas de pluralidad como para no ser reducido a esta polémica.
Invitar a María Corina Machado no es avalar intervenciones militares ni rendirse al imperialismo. Ella no es funcionaria del gobierno estadounidense, no decide bombardeos, no diseña políticas de Washington. Exigirle responsabilidades por acciones que no controla es una manera elegante de desplazar la culpa y no señalar al verdadero responsable, que tiene nombre propio y poder real: Nicolás Maduro.
Ojalá, además, que la conversación con Machado permita formular las preguntas incómodas que plantea Laura Restrepo, incluso sobre temas como los bombardeos extrajudiciales en el Caribe. Pero esas preguntas deben hacerse desde la honestidad política, no desde el reflejo ideológico.
Hay una izquierda que sigue leyendo América Latina con los lentes de los años setenta, incapaz de distinguir entre Salvador Allende, un demócrata derrocado, y Maduro, un autócrata que vació de sentido el voto popular. Esa confusión no es romántica ni rebelde: es peligrosa, porque termina normalizando el abuso en nombre de una causa abstracta.
Defender el disenso implica aceptar que no todos los desacuerdos deben resolverse expulsando al otro del espacio público. Que una escritora se retire y que un festival mantenga su invitación no es una derrota moral de nadie. Es, por el contrario, la prueba de que todavía podemos discutir sin miedo.
El verdadero escándalo no es que María Corina Machado hable en un escenario cultural.
El verdadero escándalo es que una Nobel de Paz tenga que huir de su país para no terminar presa. Y guardar silencio frente a eso, por comodidad ideológica, sí sería una forma de cancelación: la cancelación de la realidad.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.