En Nueva York, la ciudad que convierte todo en mercancía, ver a un político que no parece político llama la atención. Zohran Mamdani, asambleísta estatal por Queens, llega a los eventos con un abrigo sencillo de Uniqlo o una chaqueta de H&M. A veces usa los mismos tenis Adidas de siempre, gastados, y una camisa sin marca visible. En una ciudad donde hasta los activistas aprenden rápido a posar para las cámaras, Mamdani parece moverse en dirección contraria.
No es una pose. En sus reuniones hay más olor a café que a perfume caro, y las paredes suelen estar cubiertas de carteles hechos a mano. Habla sin tono de predicador, sin el dramatismo calculado de los políticos que dominan el gesto y el eslogan. En Queens, su nombre empezó a circular después de la era Trump, cuando muchos sentían que la política se había convertido en un espectáculo de cinismo. Mamdani, hijo de migrantes ugandeses de origen indio, ofrecía otra cosa: un discurso directo, cotidiano, casi doméstico.
El racismo, en su historia y en la mía, no es una teoría. Es una presencia. Lo sentí hace poco, en Madrid primero y después en Londres. No fue un episodio violento, sino esa serie de gestos, silencios, miradas que te recuerdan que nunca terminas de pertenecer del todo. Lo curioso —y lo más inquietante— es que ese racismo ya no siempre viene del “otro”, del evidente, sino también de quienes lo han vivido, de los que aprendieron a imitar las jerarquías que los marcaron. El racismo desde dentro: más discreto, pero igual de dañino.
Pensé en Mamdani al notar esas tensiones. En cómo debe ser vivir en un lugar que celebra la diversidad pero la administra como si fuera un recurso limitado. En cómo se puede hacer política desde una identidad múltiple sin convertirla en eslogan ni en defensa constante. Él lo hace con naturalidad, sin imposturas. No intenta explicar quién es: simplemente lo es.
Lo que logró en Nueva York no es menor. En la capital del capitalismo mundial —esa Babel contemporánea donde todo parece medirse en dinero o influencia—, la elección de Mamdani fue un triunfo del multiculturalismo, una prueba de que la diversidad no es un riesgo sino una forma de inteligencia colectiva. Que un hijo de migrantes, socialista, musulmán y joven, haya conquistado la confianza de una ciudad tan ferozmente competitiva es, en sí mismo, una señal de esperanza. Un recordatorio de que las ideas liberales —las que defienden la igualdad, la inclusión, la libertad de ser distinto— siguen vivas, aunque a veces parezcan arrinconadas por los extremos.
En el contexto del Partido Demócrata, su aparición es casi un milagro. Durante décadas, el partido se movió entre el cálculo y la corrección política, perdiendo el contacto con la calle y con las minorías que alguna vez lo definieron. Desde Barack Obama no se veía en sus filas una figura con esa capacidad de despertar entusiasmo genuino, de generar pertenencia. Mamdani representa una renovación que el partido no esperaba: una izquierda sin solemnidad, sin elitismo, con una ética más parecida a la vida que al discurso. Es significativo, también, que él nunca podría aspirar a la presidencia: la Constitución estadounidense se lo impide por no haber nacido en el país. Y sin embargo, su influencia simbólica trasciende cualquier límite formal. En un mundo interconectado, una lección política en Nueva York tiene repercusiones globales: lo que ocurre en Queens puede inspirar a jóvenes en Nairobi, Bogotá o Estambul.
En Colombia, ese contraste resulta inevitable. Hemos visto las contradicciones de las izquierdas incluso en su obsesión —a veces silenciosa, a veces evidente— por los privilegios del poder. Hay dirigentes que en público hablan de austeridad, pero en privado se aseguran esquemas de seguridad pagados por el Estado o presumen el último reloj de marca. Recordamos los Ferragamo de Petro, símbolo de un gusto que no tendría nada de malo si no desentonara tanto con el discurso. O el tristemente famoso caso del fruver de David Racero. Es una paradoja que dice mucho: los políticos que más hablan de igualdad parecen ser los que menos se sienten iguales a quienes dicen representar.
Y en un mundo saturado de desigualdad, los políticos deberían pensarlo con más cuidado. Lo personal —eso que creen privado— es también lo más político, y sobre todo, lo más evidente. Sus escoltas ven cómo viven, escuchan cómo hablan, los acompañan a todas partes y luego regresan a los barrios populares donde casi siempre viven. Llevan con ellos las historias, y las historias viajan rápido, lo sabemos bien los periodistas. Lo mismo pasa en los clubes y en casi todos los lugares: la gente observa con quién se reúnen, qué beben, cómo tratan al mesero. La impostura se nota. Quizás deberían reflexionar que la mejor manera de parecer un buen ser humano, una buena persona, es simplemente serlo.
En el fondo hay algo perturbador en eso. En muchos políticos —de izquierda o de derecha— late la misma pulsión: la del triunfo, la del reconocimiento, la del ascenso social. No los mueve tanto la idea de transformar la sociedad como la de sobresalir dentro de ella. Es el viejo reflejo de nuestras élites, disfrazado de cambio. La política como una forma de redención personal.
Por eso la figura de Mamdani resulta tan interesante. No porque sea un modelo que debamos seguir ciegamente —nadie debería serlo—, sino porque en él hay una armonía poco frecuente entre quien es y lo que dice. Se nota que asumió su historia. No hay contradicción entre su biografía y su discurso, y en esa coherencia está gran parte de su fuerza.
Tal vez la lección más valiosa no tenga que ver con la ideología, sino con la autenticidad. Con la posibilidad de una política donde los problemas de la sociedad sean realmente el motor, no el decorado. Donde el servicio a los demás sea brújula ética, no una estrategia de comunicación.
Mamdani no pretende ser un héroe. Solo parece tener claro algo que muchos olvidaron: que la credibilidad no se compra en tiendas de lujo ni se mide en escoltas, sino en la distancia —o la cercanía— entre lo que se dice, lo que se piensa y lo que en verdad se es.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.