Hace unos años, Antanas Mockus me dijo una frase que se me quedó grabada: “Yo no creo que una persona deje de cometer un delito porque una pena dure treinta años o cinco”. Lo dijo con la serenidad de quien no busca provocar sino describir un hecho incómodo. Lo cierto es que, en Colombia, el tamaño de la pena ha sido tratado como si fuera un disuasivo casi mágico. La realidad demuestra otra cosa.
La historia de la humanidad lleva milenios lidiando con el problema. El célebre “ojo por ojo, diente por diente” de la ley del talión —que aparece en el Código de Hammurabi, en la Torá y en otras tradiciones jurídicas— no nació como licencia para la venganza, sino como una tentativa de limitarla. En sociedades tribales donde la ofensa se pagaba con la destrucción total de la familia del agresor, aquella fórmula fue un freno: la pena debía ser proporcional al daño, ni más ni menos. Con el tiempo, esa idea de proporcionalidad se volvió uno de los cimientos de la justicia moderna.
Pero el talión, que en su origen quiso ser un límite, se convirtió también en un espejismo: creer que la mera equivalencia entre daño y castigo puede resolver la violencia.
Colombia es hoy un laboratorio doloroso de esa contradicción. En la justicia ordinaria, una sola vida arrebatada puede costar treinta o cuarenta años de cárcel. Pero si las muertes se multiplican por cientos, el sistema ofrece salidas “extraordinarias”: justicia transicional, penas alternativas, restauración. Salvatore Mancuso, responsable de masacres paramilitares; Rodrigo Londoño, último comandante de las FARC; o los militares que participaron en los “falsos positivos”, todos ellos han enfrentado —o enfrentarán— sanciones mucho más leves que las de un homicida común. La lógica es que su cooperación, su reconocimiento de la verdad y su aporte a la reparación de las víctimas benefician más a la sociedad que su encierro. Desde la perspectiva de la paz, tiene sentido. Desde la percepción ciudadana, produce una legítima incomodidad.
Porque al ciudadano que paga impuestos y vive bajo la justicia ordinaria le resulta incomprensible que asesinar a uno pueda valer treinta años de cárcel, mientras que matar a trescientos, si se hace en el marco de una guerra, pueda terminar en un par de años de restricciones de movilidad o en un tribunal de paz. Es como si el sistema, en su afán de cerrar el ciclo de la guerra, enviara el mensaje de que el crimen masivo es, paradójicamente, menos costoso. Y ese desbalance no es un asunto de “sed de venganza” sino de pacto social: cuando la norma parece premiar al gran criminal frente al pequeño, se erosiona la confianza en la ley y se abre espacio a la rabia, al resentimiento, a la idea de que el castigo es un botín negociable.
La crisis penitenciaria agrava la paradoja. Las cárceles colombianas superan de largo su capacidad, los sistemas de resocialización son débiles y el hacinamiento ha convertido la privación de libertad en un castigo que roza la inhumanidad. En ese contexto, aumentar las penas o endurecer los códigos no solo es inútil como disuasión —como recordaba Mockus— sino contraproducente: más años de cárcel significan más hacinamiento, más violencia carcelaria, más criminalidad incubada. El punitivismo crea más problemas de los que resuelve.
Aquí se revela la verdadera herencia de la ley del talión: la tentación de creer que un castigo proporcional es suficiente para restablecer el orden. Pero Colombia vive un dilema que Hammurabi jamás imaginó: cuando el daño es colectivo, cuando los crímenes son de guerra, la proporcionalidad se vuelve un terreno inestable. La justicia transicional no es impunidad, pero tampoco es la vieja ecuación de ojo por ojo. Es, en el mejor de los casos, un intento de construir paz con verdades parciales y castigos incompletos.
Esa es quizá la tarea más difícil para cualquier democracia: sostener la idea de justicia cuando la justicia misma se aparta del instinto de venganza. En Colombia, esa tensión no es un debate académico; es el pulso cotidiano entre la necesidad de cerrar las heridas de la guerra y la exigencia de que la ley conserve su sentido de equidad. Entenderlo no exige resignarse: exige, como insinuaba Mockus, reconocer que el castigo por sí solo nunca ha bastado para contener el delito. Ni hace cinco mil años en Mesopotamia, ni ahora.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.