Nicolás Maduro no llegó al poder por mérito propio. Fue un heredero forzado, una solución improvisada cuando la muerte de Hugo Chávez dejó en vilo el futuro del proyecto bolivariano. Exconductor de bus, sindicalista, canciller y presidente de la Asamblea Nacional, Maduro fue, durante años, el hombre de confianza de Chávez, quien lo designó como sucesor en un país que aún nadaba en petróleo y en promesas. Pero el tiempo, la caída del crudo, la corrupción y el autoritarismo convirtieron al chavismo en un régimen sostenido por la represión y con un escueto respaldo ciudadano.
La presión internacional ha sido constante. Desde Estados Unidos hasta la Unión Europea, pasando por organismos multilaterales y gobiernos latinoamericanos, el mensaje ha sido el mismo: Venezuela debe abrirse a una transición democrática. Y sin embargo, los años han pasado, las sanciones se han multiplicado, la migración ha desbordado fronteras y Maduro se ha atrincherado, aferrado a un poder que ya no se sostiene en votos sino en el miedo y en el control de las instituciones.
La historia de América Latina está llena de dictaduras y de salidas democráticas. Chile vivió los años oscuros de Pinochet, un régimen que se sostuvo con sangre y represión, pero que terminó doblegado por un plebiscito y la presión social. Pero no somos los únicos, en España, después de Franco, se mostró que las transiciones no se logran con violencia, sino con acuerdos políticos que permitan reconstruir la legitimidad. Venezuela, que en el pasado fue un país receptor de migrantes y motor de desarrollo regional, está en la encrucijada: puede seguir por la senda del autoritarismo o asumir de una vez por todas el camino de la democracia.
Colombia es, sin duda, el país más afectado por la crisis venezolana. Más de dos millones de migrantes han cruzado la frontera en busca de oportunidades y refugio, generando una presión enorme sobre el sistema social, educativo y de salud. Pero el costo no es solo humano: la decadencia venezolana significó perder un aliado comercial estratégico. Durante décadas, la riqueza petrolera y el dinamismo económico del vecino fueron un motor también para Colombia. Hoy esa posibilidad se ha evaporado.
Maduro tiene, paradójicamente, una oportunidad. Mostrar las actas electorales, esas que se resiste a revelar porque no lo favorecen, sería un gesto mínimo de transparencia. Cuando alguien se esfuerza tanto en ocultar las pruebas es porque sabe que no le favorecen. El triunfo probable de María Corina Machado abre un escenario inédito: el de una transición pacífica en Venezuela. Una transición que no significa venganza ni persecución, sino la salida digna de quienes han sostenido el régimen. Varios países aliados del chavismo podrían ofrecer asilo a Maduro y a su círculo más cercano. Esa sería una salida razonable, que ahorraría sufrimiento a Venezuela y a la región.
Cualquier alternativa distinta a una transición negociada implica costos altísimos: violencia interna, inestabilidad regional, recrudecimiento de la migración y una inevitable fractura aún mayor en la relación entre Caracas y Bogotá.
Colombia, sin embargo, no puede jugar este partido con ambigüedad. La posición del presidente Gustavo Petro ha sido oscilante, tratando de quedar bien con bandos opuestos, fiel a su estilo: no ser ni chavista ni proestadounidense, sino simplemente petrista. Petro es su propio dogma, su propia religión. Pero más allá de sus equilibrios retóricos, Colombia necesita una política clara hacia Venezuela. La solución no es cerrar la frontera ni servir de plataforma militar para potencias extranjeras. La solución es insistir, una y otra vez, en la vía democrática: que se respeten las actas, que se reconozca la voluntad popular y que Maduro deje el poder.
Es el momento de una transición. Es el momento de que Maduro entienda que su tiempo se acabó. Y, aunque suene paradójico, es también su oportunidad de salvar a Venezuela de sí mismo.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.