Jane Goodall pasó décadas en los bosques de Gombe, en Tanzania, mirando. Solo eso: mirando. Pero esa mirada cambió la manera en que entendemos la vida. Porque mirar —de verdad mirar— es una forma de amor. Es la entrega sin prisa al milagro de lo vivo, al gesto mínimo de un animal que se acicala o se abraza, a la ternura que se esconde en el instinto. En un tiempo donde todo se cuenta, se publica, se monetiza, Goodall dedicó su existencia a lo inefable, no buscaba resultados ni fama, buscaba sentido.
Hay una lentitud que el mundo ha olvidado, una forma de mirar que no busca conquistar, sino comprender. En una época donde todo parece medirse por la inmediatez, donde la velocidad se volvió sinónimo de éxito y el ruido una forma de prestigio, pensar en Jane Goodall es un acto de resistencia. Ella, que dedicó su vida a observar —no a intervenir—, a convivir con los chimpancés como quien se interna en un misterio, nos recuerda que la verdadera inteligencia no está en el dominio, sino en la paciencia.
En alguna ocasión, hablando de sus viajes, dijo que lo que la movía era “la pasión por la vida”. Una frase sencilla, casi ingenua, pero que en su boca sonaba como un manifiesto. Porque la pasión por la vida —esa fuerza que no se rinde ni ante la muerte— es lo que sostiene toda obra verdadera. Y cuando se le preguntó por el final, cuando el tiempo ya había gastado su cuerpo y su voz, respondió con una serenidad que solo alcanzan los sabios: “la muerte será mi siguiente gran aventura”. No una tragedia, no un final, sino otra forma de curiosidad.
A veces pienso que los políticos deberían mirar más de cerca vidas como la suya. No para repetirlas, sino para entenderlas. Hay en ella una lección de humildad que el poder ignora: servir no es mandar, es cuidar. Jane Goodall no necesitó ejércitos ni discursos, ni siquiera un cargo público. Su poder fue otro: la coherencia. Y quizás por eso, porque vivió sin querer dominar, hoy su legado brilla más que el de todos los caudillos que prometieron cambiar el mundo.
Los dictadores, los megalómanos, los genocidas —esas sombras que parecen tan grandes en su tiempo— se desvanecen rápido. Sus nombres quedan como una nota amarga en los libros, como un ruido de fondo en el archivo del horror. Pero los que recordamos con ternura, los que nos conmueven incluso sin haberlos conocido, son los buenos. Los que fueron capaces de creer en algo más grande que ellos. Los que se entregaron al otro sin pedir nada.
Quizás por eso la historia, cuando la miramos con calma, no la sostienen los poderosos sino los justos. Los que plantaron un árbol, los que cuidaron un río, los que amaron sin condiciones. Y entre todos ellos, Jane Goodall ocupa un lugar especial. Porque su obra no fue solo científica, fue ética. En ella hay una fe casi espiritual en la posibilidad del entendimiento, una intuición de que toda vida —humana o no— merece respeto.
Me gusta pensar que en el fondo Goodall nunca fue una científica en el sentido estricto. Fue una poeta de la naturaleza. Su método era la paciencia, su lenguaje, la empatía. Donde otros veían monos, ella veía parientes. Donde otros buscaban datos, ella buscaba vínculos. Y en eso, en esa manera de estar en el mundo, había una forma de sabiduría que hoy escasea: la de vivir sin prisa, sin cinismo, con la curiosidad intacta.
Tal vez por eso su ejemplo resulta tan urgente hoy. En medio de este vértigo digital donde lo efímero sustituye a lo eterno, donde la atención es un bien escaso y la profundidad un lujo, recordar a Jane Goodall es recordar que lo esencial aún existe. Que la belleza no está en lo espectacular, sino en lo simple. Que todavía hay tiempo para mirar una flor, para escuchar el silencio, para observar —como ella lo hizo— a los otros seres que comparten este planeta sin exigirnos nada.
Al final, lo que más me fascina de su vida no son los descubrimientos, ni los premios, ni las conferencias. Es una idea que solía repetir con una mezcla de ternura y asombro: que tenemos tanto que aprender de los chimpancés. Porque ellos, a diferencia de nosotros, parecían más civilizados. Se peleaban, sí, pero se reconciliaban con la misma rapidez. Sabían perdonar. Sabían avanzar.
Quizás ahí, en esa observación tan sencilla, está el corazón de su legado. Jane Goodall no solo estudió a los chimpancés: aprendió de ellos la gramática secreta de la convivencia. Y en eso hay algo profundamente humano, algo que debería conmovernos. En un mundo que corre sin saber a dónde, ella eligió detenerse y escuchar.
La mujer que amaba los monos nos enseñó, sin alardes, que la inteligencia sin compasión es solo otra forma de arrogancia. Que lo que nos salvará, si algo puede salvarnos, no será la velocidad ni el poder, sino la capacidad de reconciliarnos, de perdonar, de mirar con bondad. Esa es, quizá, la más bella lección de una vida entera dedicada a entender que el alma del mundo también late en los ojos de un animal.♦
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PS: Me da por dedicar estas palabras al mono azul.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.