En una sala iluminada por la luz tenue de una tarde bogotana, Alejandro Gaviria se sienta frente a un auditorio colmado, pero no en calidad de exministro, ni de exrector, ni siquiera como excandidato presidencial. Está allí como escritor, como lector voraz, como alguien que ha vivido lo suficiente como para hablar de la muerte sin grandilocuencia, y del amor con cierta humildad. Viene a presentar El desdén de los dioses, su libro más reciente, en una tertulia que más parece una confesión íntima que un evento literario, es la tertulia literaria más importante de Bogotá y quizás del país, la Tertulia de Gloria Luz Gutiérrez.
La charla fluye con naturalidad. Gaviria no declama ni se esconde detrás de fórmulas políticas. Habla con la voz de quien ha regresado de un lugar oscuro y quiere compartir lo aprendido. La enfermedad, la pérdida reciente de una amiga cercana, la memoria de su padre y un puñado de cuentos componen esta obra híbrida, donde la literatura y la vida se entrecruzan de forma inevitable.
“Yo mismo me sorprendí con lo que terminé escribiendo”, confiesa. Y uno lo cree. No porque Gaviria no haya hablado antes de sí mismo —lo ha hecho en columnas, discursos, libros anteriores—, sino porque aquí hay una vulnerabilidad distinta, una rendija por donde se cuelan sus silencios más profundos. Cuenta, por ejemplo, un viaje con su padre a San Agustín, cuando tenía diez u once años. Un viaje que entonces pareció disciplinario —había sacado malas notas—, pero que hoy recuerda como un acto de amor puro. “Él sabía que me gustaba la arqueología. Organizó ese viaje por amor, nada más.”
Las estatuas de piedra que vio entonces —y que luego volvió a visitar, con una mirada distinta— le inspiran uno de los cuentos del libro. Lo tituló “Las estatuas del sur”. En un gesto casi azaroso, le preguntó a ChatGPT cuál historia del manuscrito le parecía más potente. “Esa fue la respuesta”, dice entre risas. Terminó siendo la primera del libro.
Ese cruce entre lo ancestral y lo contemporáneo —entre los dioses muertos y los algoritmos del presente— atraviesa todo El desdén de los dioses. Pero también lo atraviesa el duelo. Y en ese punto la conversación se vuelve más grave, más personal. Tatiana Andia, economista, colega cercana, murió de cáncer pocos días antes. “Fue un golpe duro”, admite. Y de nuevo, la escritura aparece como una forma de ordenar el dolor. Le escribió un cuento, epistolar, donde una científica descubre una sustancia capaz de extender la vida en ratones en un 80%. Un hallazgo que abre dilemas bioéticos profundos y, como en casi todo lo que escribe Gaviria, una meditación sobre la entropía: esa ley física, pero también espiritual, que recuerda que todo tiende al desorden.
Cita a Antonio Machado: “Detén el paso, belleza esquiva, detén el paso.” Una frase que le repetía un tío poeta de Medellín, Jesús Gaviria. “La belleza siempre anticipa la muerte”, dice. Y hay algo en su tono que hace pensar que no lo dice con tristeza, sino con aceptación. La literatura, en su caso, se ha convertido en una forma de duelo y también en una forma de redención.
A medida que la conversación avanza, aflora otro tema: la vida pública de Gaviria. El rector de los Andes, el ministro de Salud, el precandidato que estuvo cerca del poder. “He vivido muchas vidas”, dice. Pero no lo dice con arrogancia, sino con el asombro de quien no termina de entender cómo llegó hasta aquí. Recuerda una frase de su profesor de bachillerato: “Todo lo que pasa tiene probabilidad cero, pero pasa.”
Cita a Tabucchi, a Steiner, a Brodsky. Y sin embargo, no hay pedantería. Hay, más bien, una voluntad de encontrar sentido en los equívocos que terminan marcando una existencia. “He sido un ingeniero desubicado que llegó de Medellín”, dice. Y con eso basta. No hay necesidad de adornos.
A veces, confiesa, siente que lo importante ya no es haber sido rector o ministro, sino cosas simples. “Como bajar las escaleras de mi casa. Dar una vuelta a la esquina. Ir a un restaurante italiano con mi esposa, sentarnos del mismo lado de la mesa, como hippies.” La imagen provoca una sonrisa en el público. Pero también un silencio denso. Porque uno entiende que está hablando alguien que estuvo cerca de morir.
La enfermedad, dice, le cambió la escala de valores. Ahora encuentra satisfacción en detalles mínimos, como comprar un libro en la librería de Álvaro Castillo y dejarlo sin leer, como una promesa. “Eso ya me llena de satisfacción.” Recuerda una línea del poeta cubano Eliseo Diego: “Las diminutas dichas, que con sus ínfimas garras se aferran a la vida, serán el por qué sí de todo.” Ahí, en esa frase, parece condensarse su filosofía actual.
Habla, también, del silencio. De la necesidad de proteger ciertos espacios interiores que no están hechos para la exposición pública. En ese punto, recuerda una frase de Kafka que lo persigue desde hace años: “En tu lucha contra el resto del mundo, te aconsejo que te pongas del lado del resto del mundo.” Una cita que, en su caso, no se interpreta como renuncia sino como advertencia. La política, dice, puede consumir incluso lo que uno no está dispuesto a dar.
Durante un buen tramo de la conversación, se habla del lenguaje. Del poder de las palabras, pero también de sus límites. “Cuando uno pasa por algo como el cáncer, hay una dimensión de la experiencia que no puede decirse. Que simplemente está.” Por eso, asegura, el cuento le permite una cercanía distinta con esa dimensión: “La ficción es más hospitalaria que el ensayo, más permisiva.” Y se nota que ha encontrado allí una forma de decir lo que no puede decirse de otra manera.
Hacia el final de la tertulia, el tono vuelve a ser más literario. Le pregunto por su biblioteca, por esa vida como lector que ha llevado incluso en los momentos más convulsos. Me responde con una mezcla de orgullo y duda. “¿Sirve de algo que un político lea?”, pregunta retóricamente. “¿Es útil para el ejercicio del poder?” Y entonces recuerda una frase que soltó en la Feria del Libro: “A los políticos deberíamos conocerles la biblioteca, no tanto la hoja de vida.” Le aplaudieron, pero en Twitter alguien le respondió con sorna: “Alberto Santofimio Botero tenía una biblioteca muy bonita.”
Gaviria ríe. “Eso me pasa por soltar tonterías en público”, dice. Pero luego vuelve sobre el punto con más seriedad. La literatura, sostiene, no es garantía moral —“Steiner nos recuerda que en los campos de concentración había bibliotecas”—, pero sí puede hacernos menos propensos al dogmatismo. “Si has leído a Dickens, tal vez tienes menos probabilidades de hacerle daño a alguien.”
Lo que sí quiere —y lo repite con distintas palabras a lo largo de la charla— es leer y escribir. No por evasión, sino porque ahí encuentra una forma de hacerse cargo de su vida. “Yo creo que leer es una manera de mantenerse a flote. No te salva de nada, pero te permite seguir. Como si el mundo fuera un mar revuelto, y las palabras fueran pequeñas tablas a las que uno se agarra para no hundirse.”
Le pregunto si tiene una rutina de escritura. Sonríe, como quien se sorprende de haberla construido. “Escribo en las mañanas, cuando todo está en silencio. Trato de no pensar en el resultado. Me dejo llevar por lo que salga. Es un momento íntimo, casi como un acto de fe.” Le pregunto también por sus lecturas más recientes. Menciona a Annie Ernaux, a Natalia Ginzburg, a Emmanuel Carrère. Le atraen los autores que entrecruzan la autobiografía con la memoria, que no temen exponer su fragilidad. “Me interesa esa literatura que se atreve a decir ‘esto soy, con todas mis contradicciones’.”
Ese gesto —el de la escritura honesta, incluso incómoda— es el que articula gran parte de El desdén de los dioses. No se trata solo de cuentos, sino de piezas que parecen buscar una verdad que se escapa en cada línea. “Escribir, para mí, se ha vuelto una manera de pensar. Una forma de procesar la pérdida, el miedo, el amor, la incertidumbre.” La literatura, como el arte de aprender a perder.
En un momento le pregunto por su cuento favorito del libro. Se queda pensando. “Tal vez uno que habla de un hombre que ha tenido un infarto y empieza a ver todo de otra manera. Su familia, su trabajo, su biblioteca. Se da cuenta de que ha acumulado muchas cosas que no necesita.” La historia tiene un aire de fábula contemporánea: alguien sobrevive y, en lugar de celebrar, comienza a preguntarse si ha vivido como debía. No hay moraleja, solo una pregunta que se queda flotando.
Gaviria no tiene respuestas tajantes, pero sí intuiciones. Una de ellas es que la enfermedad, cuando se vive con conciencia, transforma la mirada. “Yo ya no pienso tanto en lo que viene. Pienso más en lo que tengo ahora. El presente se volvió más concreto. Más suficiente.” En ese sentido, El desdén de los dioses no es solo un libro sobre la muerte, sino sobre lo que vale la pena mientras estamos vivos.
Hablamos también de la amistad. De cómo las relaciones profundas —más allá del ruido de las redes o la polarización política— pueden sostener a una persona. “Hay amigos que uno siente como parte de su estructura interior. Cuando mueren, algo se desmorona adentro.” Así recuerda a Tatiana Andia. No como una colega, sino como alguien que iluminaba el mundo con su inteligencia, su ironía, su compasión. Le dedica un cuento, pero también una especie de homenaje callado, una presencia que atraviesa el libro sin nombrarse todo el tiempo.
Mencionamos el lugar de la poesía en su vida. “Yo no escribo poesía, pero la leo todos los días.” Dice que la poesía le da algo que la política nunca le dio: una forma de conexión con lo esencial. “Hay versos que me acompañan como oraciones. No importa si no los entiendo del todo. Lo importante es que están ahí, como una música de fondo.” Cita a Jaime Sabines, a José Emilio Pacheco, a Rilke. Versos que lo han sostenido en los momentos difíciles, cuando el cuerpo no respondía o el ánimo se nublaba.
Uno pensaría que alguien que ha ocupado tantos cargos de poder podría tener un ego desbordado. Pero no. En Gaviria hay, sobre todo, conciencia de su propia fragilidad. “Yo no creo en la idea del héroe solitario. Me interesa más el que duda, el que se equivoca, el que aprende.” En ese sentido, su escritura tiene algo de diario, algo de carta, algo de espejo. Una forma de hablar consigo mismo, pero también con los demás.
Le pregunto si se siente más libre ahora. No duda: “Sí. Mucho más. Tal vez porque ya no tengo que probar nada. Ya no me importa si me entienden o no. Solo quiero ser fiel a lo que siento.” Me recuerda entonces una frase de Susan Sontag que anotó alguna vez: “La literatura es libertad.” Y añade: “Yo no aspiro a cambiar el mundo con lo que escribo. Solo quiero que alguien lea una página y diga: ‘esto también lo he sentido’.”
Se habla brevemente de política. Del país. De las esperanzas frustradas y las ilusiones que no mueren. Pero Gaviria no se instala ahí. No quiere que lo definan por lo que intentó y no fue. Más bien, insiste en que la política es solo una de sus formas de buscar sentido. “Fui feliz cuando construimos el Plan Decenal de Salud Pública. Fui infeliz el último mes de la campaña presidencial. Fui feliz cuando conocí a Benedetti. Fui infeliz cuando me mentí a mí mismo.” En esa oscilación está su ética. No una de grandes certezas, sino una hecha de momentos precisos, de memorias que se sostienen porque tienen peso.
“Me gusta ser poeta e ingeniero”, dice casi al final. Una definición que resume su dualidad. El que sueña y el que calcula. El que imagina futuros y el que gestiona realidades. “Si solo fuera poeta, podría perderme en el aire. Y si solo fuera ingeniero, podría perder la capacidad de imaginar un mundo distinto.”
Antes de despedirnos, me cuenta que está trabajando en un nuevo libro. No sabe bien qué forma tomará. “Puede que sea otro híbrido: algo entre diario, ensayo, cuento. Quiero escribir sobre la esperanza, pero sin ingenuidad. Sobre cómo encontrar sentido en un mundo que muchas veces parece haberse rendido.” No promete fechas ni títulos. Solo el deseo de seguir escribiendo, de seguir leyendo, de seguir vivo.
Cuando todo termina, la audiencia aplaude largo. Alejandro Gaviria recoge sus papeles, pero no se levanta de inmediato. Mira un momento al vacío, como si todavía tuviera algo por decir. Tal vez lo diga en su próximo libro. O tal vez lo guarde para sí. Después de todo, algunas cosas —como esas estatuas del sur— no necesitan explicarse. Solo estar ahí. Recordándonos, en silencio, que incluso los dioses muertos tienen algo que decirnos.