El mundo se transforma a un ritmo vertiginoso, arrastrándonos con él en una vorágine de cambios que redefinen nuestra relación con la tierra, con la historia y con nosotros mismos. La modernidad ha sido, para muchas naciones, una promesa de progreso, pero también una amenaza a sus esencias más profundas. En Japón, Yasunari Kawabata, en…
El mundo se transforma a un ritmo vertiginoso, arrastrándonos con él en una vorágine de cambios que redefinen nuestra relación con la tierra, con la historia y con nosotros mismos. La modernidad ha sido, para muchas naciones, una promesa de progreso, pero también una amenaza a sus esencias más profundas. En Japón, Yasunari Kawabata, en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 1968 titulado “El bello Japón y yo”, reflexionó sobre la tensión entre la tradición y la modernidad, entre la belleza de lo efímero y la crudeza del cambio. Colombia no es ajena a esta tensión: es un país que avanza, que se reinventa, pero que, en su búsqueda de futuro, enfrenta el riesgo de perder la memoria que le da identidad.
Esta reflexión no es solo personal, sino también periodística. Como testigo de sus paisajes y de las voces que habitan en ellos, me he preguntado en cada viaje qué queda de la Colombia que fue y qué está surgiendo en su lugar. ¿Cómo se enfrentan las comunidades al peso de la historia y al embate de la modernidad? ¿Es posible avanzar sin renunciar a lo que nos hace únicos? esta es una serie de fotografías que he podido tomar en mis viajes y que muestran algo de lo que he podido ver.
Recuerdo cuando era niño acompañar a mi hermana, que es bióloga, en sus recurrentes viajes al campo, armábamos Jamas con mallas y palos de escoba para atrapar lepidopteras, le ayudaba a desinfectar tarros de vidrío para aprender de nuevas especies de insectos, yo no entendía nada, pero lo que entendí fue suficiente para aprender a amar este asombroso lugar, hoy ella protege especies como la “Anima Cornuta” en la Amazonia y yo escribo historias.
Colombia, en su vasta geografía, encierra una diversidad que se despliega en cada rincón del territorio. Desde el imponente Guaviare hasta los riscos de Mavicure, pasando por las playas de Santa Marta y los campos de Bolívar, cada uno de estos espacios ha sido testigo de las transformaciones, luchas y resistencias que configuran la historia del país. En mis viajes como periodista, he recorrido estos paisajes con la intención de captar su esencia, de entender sus contrastes y de acercarme a la vida de quienes los habitan.
En Ciénaga Matuya, los reflejos del agua parecen susurrar la historia de un país que lucha por no hundirse en el olvido. Nabusimake, el corazón espiritual de los Arhuacos, me enseñó que la modernidad solo puede ser legítima si respeta la memoria ancestral. He caminado por los riscos de Mavicure y los nevados del Ruiz, testigos del tiempo y del cambio, y he sentido el peso de la historia en Murillo y en las Minas de Mutis, en lo profundo del Tolima, donde el “ilustrado sacerdote” y abuelo de nuestra botánica dejó un legado de conocimiento y exploración.
El Guaviare se presenta como una tierra de cicatrices y de esperanza. Sus selvas han servido de refugio y de trampa, de escondite y de escenario de resistencia. Es una región donde la guerra dejó su marca, pero donde también la vida resurge con fuerza. En mis visitas a lugares como Matuya y los ríos que serpentean la zona, he visto comunidades reconstruyéndose, apostando por la paz con proyectos de turismo comunitario y rescate de la memoria histórica. También en las Sabanas del Yarí, en las selvas, se sienten los ecos de una Colombia que no se resigna a ser definida solo por el conflicto.
He recorrido La Lindosa, donde los vestigios de arte rupestre nos recuerdan la conexión ancestral de otros pueblos con este territorio. En el Chibiriquete, la majestuosidad de sus tepuyes es un recordatorio de lo pequeño que somos ante la naturaleza y de lo mucho que nos queda por aprender de quienes han habitado estas tierras durante milenios. He navegado ríos sobrecogedores como el Guejar, con ex combatientes, lugares hasta ahora prohibidos por la guerra.
La Sierra del Cocuy y el Guicán de mis abuelos me recordaron la fuerza de la montaña y la persistencia de quienes la habitan. En las selvas del Chocó, en el Baudó, he visto la resistencia de comunidades afrodescendientes que luchan por conservar su territorio y sus formas de vida. En las soleadas llanuras de Sucre, en Guaranda, el sol marca el ritmo de la vida campesina, mientras que la Laguna de la Cocha, el “Mediterráneo” de los antiguos pueblos del Putumayo y Los Pastos, es testigo de la sabiduría de quienes siempre han entendido la tierra como un ser vivo.
Uno de los encuentros más significativos de mi vida ha sido con los taitas Uitoto, cuya comprensión de la naturaleza me ha enseñado que la hoja de coca no es solo un cultivo, sino un puente entre el hombre y la selva, un símbolo de sabiduría y resistencia. Mi relación con los Arhuacos ha marcado mi mirada, especialmente aquella conversación en un tren en Escocia, en un frío invierno. Allí, un líder Arhuaco Danilo Villafaña me dijo: “Siempre debemos preguntarnos: ¿Cuál es el ancestro que queremos ser?”. Años después, él murió salvando a dos jóvenes de su comunidad de ser arrastradas por la corriente en las playas que colindan con la Sierra Nevada, demostrando con su vida la respuesta a su propia pregunta.
Cada fotografía de este recorrido es un testimonio de lo que he visto y vivido. Son fragmentos de un país complejo, lleno de contrastes, pero también de belleza y resistencia. En cada rincón de Colombia, desde los tepuyes de Inírida hasta los senderos del Guaviare, hay historias que merecen ser contadas, porque en ellas se encuentra el verdadero pulso de una nación que sigue en búsqueda de su sentido.
La modernidad no debe ser sinónimo de desarraigo. Colombia no puede permitirse olvidar su historia ni las voces de quienes han sostenido su cultura. Al igual que en la obra de Kawabata, donde el Japón tradicional enfrenta su inevitable transformación, nuestro país debe hallar un equilibrio entre el cambio y la memoria, entre la urgencia del progreso y la necesidad de preservar aquello que nos hace únicos. Si la modernidad ha de ser nuestra ruta, que sea una que no nos lleve al olvido y la destrucción de nuestros ecosistemas, sino a un futuro donde la identidad se fortalezca con cada paso.
Tengo una inmensa gratitud a los campesinos y campesinas que me han abierto sus hogares, a las familias indígenas que han compartido su sabiduría, a los biólogos y biólogas que me han mostrado la riqueza oculta de nuestros ecosistemas, y a todos los caminantes que han recorrido este bello país conmigo. A Pilar Lozano, mi abuela literaria, que me ha acompañado en varios de estos viajes y a Alfredo Molano, ese maestro de las rutas y las palabras, cuya mirada nos enseñó a ver a Colombia con otros ojos. A todos ellos, gracias por ayudarme a comprender y narrar la belleza y complejidad de esta tierra.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.
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