En mi visita a asamblea de la ANDI este año recordé a Mariana Mazzucato, la economista ítalo-estadounidense más influyente de los últimos años, profesora en la University College London y autora de libros decisivos como *El Estado emprendedor* y *Misión economía*. Mazzucato ha insistido en algo que parece simple pero que resulta profundamente disruptivo: el Estado y el sector productivo no deben estar enfrentados, sino compartiendo riesgos, compartiendo ganancias, compartiendo también los retos de construir un futuro distinto. Pero hay un detalle en el que la teoría se estrella con nuestra realidad: para que esa ecuación funcione hacen falta dos condiciones mínimas —respeto y diálogo—. Y son justamente las dos que estamos perdiendo, de manera acelerada, en Colombia y en el mundo.

Hoy la verdadera diferencia entre los candidatos en Colombia no está en sus ideas —que a veces son apenas variaciones de lo mismo—, sino en sus maneras. Hay dos grupos de candidatos, hay un grupo de aspirantes que sabe que un diálogo honesto y transparente los perjudica. Por eso prefieren sabotear, dinamitar los puentes, cancelar cualquier espacio de conversación. La táctica es clara: si no pueden ganar con argumentos, intentan contaminar la atmósfera. Frente a eso, la respuesta audaz y sabia es resistir. La resistencia de los demócratas consiste en no caer en esas bajezas, en no jugar el juego del grito y la zancadilla.

Por eso es clave no caer en la trampa de amplificar sin filtros esas voces. No se trata de censura, sino de responsabilidad democrática. La evidencia muestra que cuanto más tiempo y visibilidad reciben los discursos populistas, más desplazan el debate hacia la polarización, el miedo y la desinformación. Estudios recientes del European Council on Foreign Relations advierten que los populistas se alimentan de la confrontación constante y que cuando logran dominar la agenda mediática, incluso sin gobernar, erosionan la confianza en las instituciones. Darles voz sin un marco crítico no es pluralismo, es abrir la puerta a la degradación del debate público.

Aquí los medios de comunicación y los periodistas tienen un papel determinante. Los directores de medios deben entender que premiar con atención a quienes sabotean el diálogo no es neutral: es minar la democracia. Darles micrófono ilimitado a quienes solo buscan incendiar es contribuir a la escalada de populismos, tanto de izquierda como de derecha. La evidencia internacional es clara: en Hungría, en Venezuela, en Italia, la estrategia de los populistas fue amplificada por los medios que pensaron que se trataba solo de una “moda pasajera”. La consecuencia fue la erosión sistemática de instituciones, la captura del Estado y la polarización sin retorno.

No dar voz indiscriminada a los populistas no significa censura: significa responsabilidad democrática. Significa entender que el periodismo no puede convertirse en caja de resonancia de la mentira sistemática ni en combustible para el odio. El populismo, de izquierda o de derecha, prospera cuando logra contaminar el espacio público con simplificaciones, enemigos inventados y falsas soluciones. Resistir a esa tentación es proteger el diálogo como herramienta democrática.

Más allá de la coyuntura electoral, el verdadero reto está en el horizonte de las próximas dos décadas. Somos una economía rezagada, sin un consenso básico sobre qué país queremos ser. ¿Qué modelo de desarrollo vamos a perseguir? ¿Queremos insertarnos en el mundo como un país de renta media estancado, o como una nación capaz de generar bienestar e innovación compartida? La pregunta es urgente, pero se responde solo si logramos sentarnos en la misma mesa sin miedo a escucharnos.

Aquí es donde las ideas de innovación económica de Mazzucato cobran vigencia. No basta con atraer inversión: necesitamos un Estado emprendedor que lidere misiones claras —transición energética, digitalización incluyente, agricultura sostenible— y que no solo reparta subsidios, sino que impulse ecosistemas de valor compartido. Se trata de invertir en investigación y desarrollo, de fortalecer la educación técnica y universitaria, de crear fondos de riesgo público-privados que financien innovación, y de orientar los recursos hacia misiones nacionales que movilicen al sector privado, la academia y la sociedad civil.

Innovar no es copiar modelos extranjeros, sino construir desde nuestras capacidades: biotecnología aplicada a la biodiversidad, agroindustria sostenible en las regiones, tecnología financiera que incluya a millones de personas hoy excluidas, industrias creativas capaces de dialogar con el mundo. Todo eso requiere confianza y cooperación, no el griterío estéril de la polarización.

En medio de todo, hay una batalla cultural que debemos dar. Hemos permitido que un mito perverso domine nuestra identidad: “los colombianos somos violentos”. Es falso. El 99% de este país jamás ha empuñado un arma contra otro. La mayoría somos gente pacífica, trabajadora, obsesionada con sacar adelante a la familia. Lo que sí hemos hecho es tolerar demasiado el crimen, permitir que desde él se intente configurar parte de lo que somos. Eso debemos rechazarlo con fuerza: no somos violencia, somos justo la resistencia contra ella. La clave está en respetarnos: en no caer en el odio populista que convierte al adversario en enemigo, en confiar en instituciones que deben ser reformadas pero no demolidas, en crear nuevas formas de prosperidad compartida.

De esa convicción depende gran parte de nuestra esperanza. Respetarnos y dialogar no son gestos ingenuos: son actos radicales de defensa de la democracia. La audacia no está en el grito, sino en la capacidad de tender la mano, resistir a la violencia y escuchar al otro.

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