En El infinito en un junco, Irene Vallejo nos habla cómo los libros (las ideas, y las historias) han sido perseguidos y salvados una y otra vez a lo largo de la historia. En la quema de la Biblioteca de Alejandría, en los monasterios medievales, en las dictaduras que prohibieron palabras incómodas. El Hay Festival, en su esencia, es un eco de esa lucha milenaria por preservar el conocimiento. No es solo un evento literario, es un recordatorio de que las ideas importan, de que la palabra escrita ha sobrevivido siempre al fuego, a la censura y al olvido.

Aún hoy, después de siglos, la conversación sigue siendo el mejor modo de entendernos. No hay tecnología que la reemplace. No hay pantalla que logre capturar la pausa, el gesto, la respiración entre palabras, la posibilidad de encontrar a otro ser humano. En Colombia, conversar sigue siendo un desafío. Un país que ha sido marcado por la violencia y la polarización, donde hablar con el otro no siempre es fácil, pero donde también persiste la necesidad de hacerlo. A pesar de las dificultades, las palabras han sido refugio, resistencia y punto de encuentro.

El Hay Festival llegó hace 20 años a un país donde la lectura seguía y sigue siendo una deuda pendiente, pero también un anhelo. Aunque muchos colombianos tienen acceso limitado a los libros, las historias encuentran caminos. El festival es, sin duda, un espacio para los ya convencidos, pero también una oportunidad para abrir puertas. La conversación es un privilegio, sí, pero puede y debe ser ampliada.

La historia del Hay Festival es la de un refugio de ideas en tiempos de ruido. Nació en un modesto pueblo galés en 1988 y creció hasta volverse un fenómeno global. En Colombia, encontró en Cartagena su bastión. Luego se expandió a Medellín y Jericó. Sus escenarios han visto premios Nobel, activistas, científicos y músicos. No está exento de críticas (pero eso también es bueno): su alcance sigue siendo limitado y su público, muchas veces, homogéneo. Pero también es un recordatorio de que la cultura sigue viva y de que las palabras pueden sembrar algo en quienes las escuchan, es también un llamado constante a que la cultura y la educación sean cada vez más libres y abiertas, sería odioso nombrar a unos y no a otros, pero para decirlo en genérico: el equipo humano del Hay ha hecho un trabajo enorme y generoso.

Desde 2006, el festival transforma a Cartagena en un centro cultural cada enero. Calles adoquinadas, historia colonial, la brisa de nuestro caribe. Un escenario perfecto para la conversación. Pero Cartagena es también desigualdad, turismo desbordado, gentrificación, contrastes brutales. Cada año, en medio de esas tensiones, las voces se cruzan, se habla de política, medio ambiente y memoria. ¿Quién escucha? Quizás menos de los que debería, pero más de los que imaginamos. Y en cada charla, en cada libro que cambia de manos, hay una posibilidad de que la conversación continúe más allá de los auditorios.

El festival también ha sido un espacio donde las voces de los escritores latinoamericanos han brillado con luz propia, miles de nombres latinoamericanos han sido parte de sus ediciones, demostrando que nuestra literatura sigue viva y en constante evolución. No solo eso, también ha sido un espacio para que latitudes atravesadas por pasados incomodos, se sienten a encontrar relatos posibles, comunes. Un ejemplo de eso el año pasado William Ospina conversando con Andrea Wulff sobre los viajes de Humboldt en nuestro país.

No ha sido el festival solo literatura. En sus escenarios han estado grandes músicos como Rubén Blades, Susana Vaca artistas visuales, cineastas y científicos. Gracias a esta diversidad de invitados, el evento ha logrado consolidarse como un festival de ideas, no solo de libros.

Si bien Cartagena es el corazón de este festival en Colombia, el evento ha logrado expandirse a otros territorios, llevando su espíritu a diferentes públicos.

En Medellín, el festival ha servido como un puente entre la literatura y la transformación social. La ciudad, que ha pasado por una profunda reinvención, ha encontrado en el Hay Festival una oportunidad para reflexionar sobre su historia y su futuro.

En Jericó, Antioquia, un pequeño pueblo de las montañas cafeteras, el festival ha tomado un cariz más íntimo, con encuentros que mezclan la tradición oral con las nuevas narrativas. La llegada del Hay Festival a este municipio ha sido un símbolo de descentralización cultural, permitiendo que la conversación sobre literatura y pensamiento llegue más allá de las grandes urbes, en ese camino se debería seguir.

El Hay Festival en Colombia no solo ha sido un evento de celebración, sino también un espacio para discutir las urgencias del presente. En un país marcado por la violencia, la desigualdad y los retos políticos, este encuentro ha permitido hablar sobre la memoria, la justicia y la reconciliación.

Hemos visto conversaciones cruciales sobre la paz en Colombia, sobre los retos del periodismo en tiempos de desinformación y sobre el papel del arte en la resistencia cultural. Han pasado por sus escenarios figuras como Salman Rushdie, Svetlana Alexiévich, Coetze, Chimamanda Ngozi Adichie y Leonardo Padura, Joseph Stiglitz, voces fundamentales en la literatura y el pensamiento contemporáneo.

Además, el festival ha impulsado programas de educación y ha permitido que estudiantes y comunidades accedan a charlas gratuitas, reafirmando su compromiso con la difusión del conocimiento.

Más que un evento anual, el Hay Festival ha dejado una huella en la cultura colombiana. Su presencia ha servido para recordar que las ideas tienen poder, que la literatura puede transformar sociedades y que el conocimiento no debe ser un privilegio de unos pocos, sino un derecho de todos.

También hay que leerlo como una celebración de la libertad de expresión. Vivimos tiempos difíciles para la verdad y el diálogo, los líderes que nos gobiernan, brillan por su mediocridad, su parcialidad y su desprecio por valores democráticos,  naturalmente aquí, brillan por su ausencia.

En un mundo donde la censura y la autocensura acechan, donde la información se distorsiona y la verdad se fragmenta, este evento sigue siendo un espacio donde las palabras pueden fluir sin miedo. La verdadera libertad de expresión no es cómoda, ni uniforme, ni siempre bien recibida. Es un derecho que se ejerce en la confrontación de ideas, en la diversidad de voces, en la disposición a escuchar lo que incomoda. Lo que se dice y se lee en sus auditorios quizás no transforme de inmediato una sociedad, pero puede sembrar dudas, preguntas, encender curiosidad, y las ideas; las buenas y las perversas, siguen gobernando nuestras sociedades.

Nuestras sociedades, cada vez más aceleradas y polarizadas, donde las redes sociales han reducido los debates a frases de 280 caracteres, espacios como el Hay se vuelven más necesarios que nunca. Porque necesitamos tiempo para escucharnos, para pensar, para leer y para dialogar.

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