En los pasillos de la Universidad de Cambridge, donde los muros de piedra parecen custodiar siglos de tradición económica ortodoxa, hay un profesor surcoreano que desarma a su audiencia con una frase tan contundente como sencilla: *“el libre mercado no existe, nunca ha existido”*. Ha-Joon Chang sonríe al decirlo. No es un agitador que golpea la mesa, ni un radical de gestos teatrales; más bien habla como un profesor paciente, casi con tono paternal, como si supiera que sus palabras necesitan suavidad para calar en un terreno dominado por dogmas.

Esa frase, que repite en conferencias y libros, condensa el núcleo de su pensamiento: la economía no es un conjunto de leyes universales comparables a la gravedad, sino un sistema de reglas humanas, cambiantes, históricas, siempre atravesadas por el poder. Chang no cree en la neutralidad de los mercados porque ha visto, desde la infancia, que los países más prósperos del mundo no llegaron allí gracias a la libertad absoluta del comercio, sino gracias a un Estado fuerte que protegió a los suyos, que planificó, que supo jugar con la escalera del desarrollo antes de retirarla.

Chang nació en 1963 en Seúl, en un país que acababa de salir de una guerra devastadora y que era, por entonces, uno de los más pobres del planeta. Corea del Sur, en los años sesenta, se parecía más a las naciones del África subsahariana que a Japón o a Estados Unidos. Sus indicadores de desarrollo eran bajos, su infraestructura escasa y su futuro incierto.

Ese es el contexto que marcó al joven Ha-Joon. No creció en medio de la abundancia, sino en un país que apostó, contra todo pronóstico, por una estrategia de desarrollo nacional. Desde la década de 1960, Corea del Sur diseñó una política industrial agresiva: protegió a sus industrias nacientes, subsidió empresas que apenas empezaban y trazó planes de largo aliento. Lo que para algunos era una herejía contra la ortodoxia económica —el intervencionismo estatal— se convirtió en el motor de su transformación.

Hyundai, Samsung y LG, hoy gigantes globales, no surgieron por un milagro espontáneo del libre comercio. Nacieron bajo el amparo del Estado surcoreano, que apostó a sectores estratégicos, impuso disciplina industrial y toleró incluso el fracaso mientras se consolidaban empresas nacionales capaces de competir en el mundo.

Para Chang, esa experiencia fue la primera evidencia de que la narrativa occidental —esa que repite que el libre comercio es el camino natural hacia el desarrollo— tenía grietas. Corea del Sur, que en 1960 tenía un PIB per cápita similar al de Ghana, se convirtió en una potencia industrial en apenas tres décadas. Y lo hizo contraviniendo todos los manuales que hoy los organismos internacionales predican a los países pobres.

Cuando llegó a Cambridge a hacer sus estudios de posgrado, Chang se encontró con un mundo dominado por la economía neoclásica, con sus modelos matemáticos elegantes y sus supuestas “leyes universales”. Se hablaba de oferta y demanda, de mercados eficientes, de racionalidad de los agentes económicos. La economía se presentaba como una ciencia dura, cercana a la física, capaz de predecir el comportamiento humano con ecuaciones.

Chang, sin embargo, veía otra cosa. Sabía que detrás de cada modelo había supuestos ideológicos, historias borradas, contextos ignorados. Su reacción no fue gritar ni exiliarse de la academia, sino escribir. Y escribir con claridad.

En 2002 publicó *Kicking Away the Ladder* (*pateando la escalera*), un libro que lo catapultó a la fama internacional. Su tesis era simple y devastadora: los países hoy ricos alcanzaron el desarrollo gracias a políticas proteccionistas, subsidios y un Estado intervencionista. Pero una vez arriba, retiraron la escalera —la metáfora que da título al libro— e impusieron a los demás la obligación de subir con las manos desnudas. Lo hicieron a través de acuerdos internacionales, de instituciones como el FMI y el Banco Mundial, de la prédica del libre comercio como verdad universal.

El libro desató polémicas. Algunos lo acusaron de revisionismo, otros de populismo. Pero muchos encontraron en Chang un aire fresco: alguien que decía lo que parecía obvio, pero que pocos se atrevían a sostener en el terreno académico. Las pruebas históricas estaban allí: Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Japón… todos habían usado la escalera del proteccionismo antes de predicar el libre comercio.

Lo que distingue a Ha-Joon Chang de otros economistas críticos es su estilo. No escribe para encerrar sus ideas en la torre de marfil de la academia, sino para abrirlas al público. Sus libros *23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo* y *Economía para el 99% de la población* son pruebas de ello.

El primero desmonta, capítulo a capítulo, mitos económicos que circulan como verdades absolutas: que los mercados son eficientes, que el capital extranjero siempre trae desarrollo, que la educación por sí sola garantiza el progreso. Chang expone cada mito con ejemplos cotidianos, con humor y con una claridad que desarma la jerga técnica. El segundo es un manifiesto pedagógico: insiste en que todos deberíamos entender de economía porque afecta cada aspecto de nuestra vida, desde lo que comemos hasta el futuro político de nuestros países.

Su tono es didáctico, incluso juguetón. Habla de la economía como si se tratara de un juego de mesa donde las reglas pueden cambiar. Y en esa metáfora está su radicalidad: recordarnos que nada en la economía es natural, que todo es producto de decisiones humanas, de relaciones de poder, de símbolos que colectivamente aceptamos.

El mito del libre mercado es, para Chang, una de las ficciones más poderosas del mundo moderno. Y como todo mito, tiene un efecto real: organiza comportamientos, legitima decisiones, define horizontes. Al repetir que “el mercado se regula solo”, se invisibiliza el hecho de que todo mercado está siempre regulado de alguna manera: hay leyes laborales, ambientales, tributarias, comerciales. Lo que cambia no es la existencia o no de reglas, sino a quién benefician esas reglas.

Así, el discurso del libre comercio esconde que las supuestas “reglas universales” siempre favorecen a quienes ya tienen poder. La historia lo confirma: Inglaterra protegió su industria textil antes de dominar el mundo, Estados Unidos subsidió su agricultura y su acero, Alemania impuso políticas de desarrollo tardío, Japón planificó su industrialización. Nadie se hizo rico siguiendo el dogma que hoy se impone a África o América Latina.

Quizás la mayor provocación de Chang es insistir en que la economía es, ante todo, política. Los modelos matemáticos, por más sofisticados que sean, siempre se construyen sobre supuestos ideológicos. Decidir que la inflación es el único enemigo, o que el déficit fiscal debe reducirse a toda costa, es una decisión política, no una ley natural.

Por eso su trabajo incomoda tanto a los organismos internacionales. El Fondo Monetario Internacional, con sus recetas de austeridad, se presenta como neutral, como portador de verdades científicas. Chang responde con historia: muestra que esas mismas políticas nunca fueron seguidas por los países que hoy dictan cátedra.

Cambiar las reglas del mercado, insiste, es cambiar la distribución del poder. Decidir si se protege a los campesinos o se abre la puerta a importaciones masivas no es un problema técnico: es un problema político. La economía, lejos de ser una ciencia fría, es el lenguaje con el que se define quién gana y quién pierde en una sociedad.

En persona, quienes lo conocen dicen que Chang no busca la confrontación, sino el diálogo. Habla con calma, con ironía leve, con ejemplos que van de los carros coreanos de los años setenta a la comida callejera de Londres. Esa manera de bajar lo complejo a lo cotidiano explica por qué sus libros se venden como pan caliente y por qué sus conferencias atraen tanto a estudiantes como a políticos y activistas.

Chang incomoda porque toca el nervio de la ortodoxia: recuerda que la economía es una invención humana, una gramática colectiva, y que sus reglas se pueden reescribir. Seduce porque devuelve al ciudadano común el derecho a entender y cuestionar la economía, un campo que se ha intentado blindar con fórmulas, tecnicismos y supuestas neutralidades.

La economía, sugiere Chang, se ha convertido en el mito más poderoso del mundo contemporáneo. Si antes los dioses ordenaban el universo, hoy son los mercados los que definen nuestras posibilidades. El economista surcoreano se atreve a recordar que ese mito es frágil, que está sostenido en símbolos y acuerdos, y que puede —y debe— ser repensado.

Escucharlo es entender que la riqueza no es un accidente geográfico ni un destino inevitable, sino un proyecto político. Corea del Sur lo probó. Y Chang, con su estilo sereno y su insistencia en lo obvio, sigue recordándole al mundo que ningún país se hizo grande obedeciendo a ciegas los manuales de los vencedores.

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