Hay lugares que parecen salidos de un sueño, y sin embargo existen. Gitana del Mar es uno de ellos. A orillas del Caribe, en la base misma de la Sierra Nevada de Santa Marta, entre túneles de árboles que se curvan como arcos de otro tiempo, se abre un paisaje que parece arrancado de los relatos de Kipling o de los diarios de algún viajero del siglo XIX que aún no ha olvidado el asombro. Aquí la ceiba se encuentra con el almendro, el trupillo con los helechos gigantes, y la palma real custodia los caminos como un centinela ancestral. La vegetación es exuberante pero no caótica, diversa pero no invasiva: es una selva que parece haber sido esculpida con intención. Hay algo de templo, algo de jardín encantado, algo de pagoda asiática sumergida en la espesura. Todo está vivo, todo está dispuesto a decir algo, si uno sabe mirar.

Este no es solo un refugio tropical: es un lugar que nos devuelve preguntas. Sobre cómo habitamos, sobre qué llamamos bienestar, sobre cuánto sentido tiene seguir corriendo detrás de una comodidad que nos separa del mundo en lugar de conectarnos con él. Aquí, la arquitectura respira. El agua guía. Los árboles escuchan. Los tejidos vegetales, los objetos indígenas, los saberes invisibles —presentes en cada rincón— nos interpelan con una delicadeza que desarma: ¿y si la belleza fuera otra cosa? ¿Y si el lujo fuera la sencillez? ¿Y si vivir bien no fuera tener más, sino estar mejor?

A veces los sueños llegan como una marea lenta que insiste. Así fue Gitana del Mar: un lugar que primero se imaginó, luego se buscó, después se construyó y finalmente se habitó. No nació de una estrategia ni de un plan de negocios. Nació del amor —por el mar, por la tierra, por el arte, por lo ancestral— y de Nina y Ryan, que escucharon un llamado y decidieron quedarse.

Nina llegó por primera vez a la Sierra Nevada de Santa Marta en 2009, en un viaje con su mamá Marta. Podía haber sido otro paseo turístico madre‑hija, de esos que se hacen para tachar destinos. Pero fue otra cosa. Fue una revelación. Apenas pisó la zona de Guachaca, sintió que la tierra le hablaba. Que ese pedazo del planeta —salvaje, intacto, indómito— era el lugar que había estado buscando sin saberlo.

—Sentí que no tenía que buscar más —me dijo una tarde, bajo la sombra de un árbol de mango, mientras el viento silbaba entre las hojas.

Nina nació en Estados Unidos, hija de padres colombianos. Se crió en Miami, estudió arte, trabajó como curadora durante una década en galerías de Nueva York y el sur de la Florida. Era una mujer del mundo, políglota, nómada, acostumbrada a codearse con artistas, coleccionistas, ferias, tendencias. Pero algo en ella pedía tierra, pedía raíces, pedía propósito. Lo encontró primero en Costa Rica, donde se fue a vivir tras renunciar al vértigo del circuito del arte. Allí aprendió a surfear, a practicar yoga, a conectar con el ritmo lento de la selva. Fue su primer laboratorio.

Pero el corazón —ese que no miente— la trajo a Colombia. No a Bogotá, no a Medellín. A la Sierra. Al corazón del mundo.

Gitana del Mar nació hace más de una década, cuando Nina y su esposo Ryan —compañero de vida y de aventura— decidieron quedarse. Compraron un terreno, empezaron a construir con palma, guadua, caña boba. Aprendieron de los artesanos locales. Conocieron a los koguis, a los arhuacos, al Mamo, a la Saga. No fue un desembarco, fue un tejido. Una conversación con el territorio.

—Siempre pedimos permiso. Siempre hicimos pagamentos. Desde el inicio, quisimos hacerlo bien —me explicó.

Y se nota. Gitana del Mar no es un hotel ni una finca ni un glamping ni un retiro de yoga. Es todo eso y algo más difícil de nombrar: un lugar donde el arte, el bienestar, la espiritualidad y la tierra se abrazan. Donde las hamacas cuelgan como signos de puntuación entre el silencio y la contemplación. Donde la arquitectura no compite con la selva, sino que se le arrodilla.

Cuando llegué por primera vez, no sabía si estaba en un jardín botánico que tenía hotel o en un hotel dentro de un jardín botánico. La respuesta, quizás, es otra: estaba en un santuario. En un lugar tejido.

La historia de Gitana del Mar no es solo la historia de Nina. Es la historia de muchas manos: artesanos, jardineros, cocineras, diseñadoras, terapeutas, arquitectas. Hoy son unas cincuenta personas las que trabajan aquí, casi todas de la región. En sus palabras -una comunidad-. Y eso se nota en los detalles: en la sonrisa sin prisa de quien te sirve un jugo, en el cuidado de cada planta sembrada, en la forma en que los animales —chigüiros incluidos— se sienten en casa.

—Aquí nos cuidamos entre todos —me dijo Nina—. Este es un lugar donde se viene a estar, no solo a pasar.

El gran taller de creación que Nina soñó desde el inicio se concretó después de ocho años. Lo diseñó con Juana Rincón, arquitecta del colectivo Nido. Usaron barro, guadua, palma amarga. Materiales con memoria. Fue un proceso lento, como tenía que ser. Cada muro, cada espacio, tiene la intención de contener belleza, sí, pero también energía.

—Soy Libra —me dijo riendo—. Necesito rodearme de belleza para florecer. Y para que otros también puedan hacerlo.

El arte está en todas partes: en los murales pintados por artistas visitantes, en las intervenciones de escuelas locales, en los libros ilustrados que nacieron de residencias anteriores. Uno de ellos, Cuidando el corazón del mundo, reúne voces diversas: biólogos, ilustradores, poetas, sabedores ancestrales. Es un intento de traducir lo invisible. De contar por qué esta montaña es sagrada, por qué hay que protegerla.

—La Fundación nació para eso: para conectar arte, educación ambiental y comunidad. Ahora, con el nuevo espacio, podemos hacer mucho más —dice Nina.

La residencia artística no busca cantidad. No hay formularios ni convocatorias masivas. Se elige a los artistas casi por intuición. Llegan por recomendación, por sintonía, por afinidad con la visión. Algunos quieren aprender a tejer con mujeres kogui. Otros dan talleres a niños. Otros solo descansan, observan, escriben. Aquí no se exige producción. Se ofrece un espacio para escuchar.

Le pregunté a Nina cuál era el secreto para haber logrado todo esto. Me esperaba una respuesta sobre perseverancia, sobre visión, sobre liderazgo. Me dijo otra cosa:

—Gratitud.

Y me lo dijo con una serenidad difícil de fingir. Gratitud por respirar, por caminar descalza, por los pájaros que cantan al amanecer. Gratitud como práctica diaria. Como vibración. Como forma de estar en el mundo.

—Siento que la madre tierra me ama porque yo también la amo. Y cuando estás en esa frecuencia, la vida se abre.

Anoche no me fui a la hamaca. Me fui a dormir a la tienda de campaña donde me hospedo, una estructura que evoca los antiguos safaris africanos: lona gruesa, madera noble, faroles suaves. Desde su plataforma, elevada apenas del suelo, uno queda suspendido entre los sonidos del mundo. Está en medio de la espesura, envuelta por la madreselva y custodiada por manglares que parecen moverse con la respiración del bosque. Allí, rodeado de grillos, aleteos, susurros de ramas y el rumor lejano del mar, uno siente que está dentro de una historia, no fuera de ella. El silencio nocturno de la Sierra no es mudo: es un lenguaje que interroga.

Y precisamente, estando allí, bajo ese dosel que parecía convocar memorias de viajes y exploraciones de otros continentes, me di cuenta de algo más íntimo: qué paradoja que para tener esta experiencia no haya tenido que cruzar el mundo, sino regresar a mi propio país. Qué poco, pensé, conocemos aún Colombia. Qué poco la entendemos. Cuánto nos debemos el gesto de descubrirla, de creer en ella, de habitarla con respeto y asombro. Gitana del Mar es un recordatorio: que lo extraordinario también puede ser nuestro, si aprendemos a mirarlo.

La Sierra Nevada no es solo una cadena montañosa. Es un ecosistema único que condensa todos los pisos térmicos del planeta en apenas 42 kilómetros desde el Caribe hasta las nieves perpetuas. Pero, más allá de su geografía exuberante, es también un sistema espiritual. Los pueblos indígenas —koguis, arhuacos, wiwas y kankuamos— la consideran el corazón del mundo. Desde su cosmogonía, todo lo que pasa aquí repercute en el resto del planeta. Por eso no es un lugar para explotar: es un lugar para cuidar.

Esa visión —antigua, profunda, sabia— ha resistido siglos de invasión, violencia y olvido. Pero sigue latiendo. En las mochilas que tejen las mujeres. En los pagamentos que hacen los Mamos. En el silencio del bosque. Quienes llegan a esta tierra, como Nina, tienen dos caminos: imponer o escuchar. Gitana del Mar eligió escuchar. Y eso cambia todo.

La madrevieja es un ecosistema clave en esta zona del Caribe. Se trata de antiguos cauces del río que han quedado aislados pero siguen conectados con el ciclo del agua. Alberga una gran diversidad de especies: peces, aves, reptiles, y plantas acuáticas que cumplen funciones esenciales como la regulación del clima local, la recarga de acuíferos y el control de inundaciones. Además, funciona como refugio para muchas especies en épocas secas y como espacio sagrado para las comunidades indígenas. Su conservación es vital para el equilibrio ecológico de la región.

En los últimos años, Colombia ha experimentado un auge notable del turismo. En 2023, el país recibió más de 5,8 millones de visitantes internacionales, una cifra récord según datos del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo. Y sin embargo, esa bonanza trae consigo un riesgo: la tentación del turismo extractivo, de masas, ese que ve en la naturaleza un decorado y no un sujeto vivo. Frente a ese modelo, cada vez más voces —líderes indígenas, ambientalistas, empresarios conscientes— reclaman una transición hacia un turismo regenerativo: uno que no solo minimice el impacto negativo, sino que contribuya activamente a restaurar lo dañado, a respetar lo sagrado, a redistribuir lo justo.

Gitana del Mar ha sido, en ese sentido, un laboratorio silencioso. Un ejemplo de cómo se puede hacer turismo sin traicionar el territorio. Aquí no hay discotecas ni fiestas hasta el amanecer. Hay silencio, respeto, belleza, intención. Cada visitante es también un aprendiz. Cada experiencia se vuelve una ofrenda. No hay folclor empaquetado ni comunidades cosificadas. Hay encuentro, conversación, reciprocidad.

Avatar de Diego Aretz

Comparte tu opinión

1 Estrella2 Estrellas3 Estrellas4 Estrellas5 EstrellasLoading…


Todos los Blogueros

Los editores de los blogs son los únicos responsables por las opiniones, contenidos, y en general por todas las entradas de información que deposite en el mismo. Elespectador.com no se hará responsable de ninguna acción legal producto de un mal uso de los espacios ofrecidos. Si considera que el editor de un blog está poniendo un contenido que represente un abuso, contáctenos.