La historia reciente de Colombia está llena de absurdos, pero pocos tan llamativos —y tristemente simbólicos— como el caso de EPA Colombia. Daneidy Barrera, la mujer que un día rompió torniquetes, dañó vidrios y pateó el sistema, terminó convirtiéndose, con todo y keratina, en empresaria, influencer, comediante involuntaria y, quizá sin proponérselo, en uno de los personajes más pedagógicos de la Colombia actual. Todo esto, claro, antes de volver a caer.
Hoy EPA está en la cárcel. Por daños al sistema de transporte público durante el paro de 2019. Nadie celebra la impunidad, por supuesto. Pero llama la atención la falta de imaginación del sistema judicial y, sobre todo, del propio TransMilenio. Tuvieron frente a sus narices la posibilidad de convertir a EPA en aliada. En símbolo de transformación. En embajadora de una ciudadanía menos brava y más cívica. Pero no. Prefirieron que pague, como en la vieja escuela: aislada, silenciada, castigada.
La paradoja es casi bíblica. La mujer que ofendió al transporte masivo es enviada a prisión justo cuando más podría contribuir a su mejora. Porque si algo tiene EPA, además de carisma y acento de reality, es llegada. ¿Quién más que ella podría enseñar a la juventud bogotana cómo cuidar el TransMilenio sin parecer regaño de profe amargado? ¿Quién más podría decirles, entre risas y promociones de queratina, que pagar el pasaje no es de bobos, sino de responsables?
Pero el sistema no tolera los atajos. Ni las redenciones populares. Aún nos incomodan los personajes que no caben en la ficha judicial o en la hoja de vida. Nos molesta que una mujer, sin apellidos rimbombantes ni discursos pulidos, sea capaz de reinventarse, generar empleo y hablarle al país desde un salón de belleza. Porque EPA no es solo una mujer que gritó y rompió vidrios. Es, también, una historia de superación diversa, sí, pero muy real. Y sobre todo, muy nuestra.
Lo que duele de su encarcelamiento no es solo el encierro físico. Es la ceguera de fondo. La incapacidad del Estado —y de muchos de nosotros— para reconocer que la pedagogía no siempre viene en forma de manual, que la reparación no siempre se da desde el púlpito del castigo, y que las segundas oportunidades no se predican, se practican.
¿Se imaginan una campaña con EPA explicando, en sus palabras, por qué no colarse? “Amix, no seas rata, paga tu pasaje, mi amor. Así ayudamos todes, ¿sí?”. Una EPA que recorra colegios, estaciones, redes sociales, no con eslóganes, sino con historias. Que diga: “yo estuve ahí, rompí esto, pero entendí y quiero ayudar a que otros no lo hagan”. Que TransMilenio, en vez de verla como amenaza, la vea como puente.
Pero claro, pedir eso en Bogotá es casi revolucionario. Aquí preferimos invertir en cámaras que en confianza, en policías que en pedagogía. El civismo nos lo imaginamos como una cartilla vieja, no como una conversación viva. Y mientras tanto, seguimos encerrando a quienes podrían enseñarnos algo.
Porque si algo necesitamos como sociedad es imaginar formas distintas de resolver nuestros conflictos. No todo puede ser cárcel, no todo puede ser castigo. Las democracias maduras entienden que la justicia también se construye con empatía, con reintegración, con reparación activa. Castigar a alguien puede satisfacer momentáneamente el deseo de orden, pero transformar a alguien —y permitir que ese cambio irradie hacia otros— es lo que realmente fortalece el tejido social. El sistema punitivo, por sí solo, es una herramienta limitada. Necesitamos menos guillotinas simbólicas y más laboratorios de ciudadanía. ¿No es eso, acaso, lo que deberíamos esperar de un país que aún quiere llamarse en paz?
No se trata de justificar a EPA, ni de convertirla en mártir. Se trata de preguntarnos si la cárcel, una vez más, es la única respuesta que se nos ocurre. ¿Qué pasaría si creyéramos, en serio, que las personas pueden cambiar? ¿Y si además de creerlo, lo demostráramos?
Mientras eso llega, EPA seguirá encerrada, y TransMilenio seguirá roto. No solo por los vidrios que le rompieron en 2019, sino por las oportunidades que no supo aprovechar en 2025.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.