En 1952, Albert O. Hirschman llegó a Bogotá con una libreta, una chaqueta gris gastada y más preguntas que respuestas. Lo había contratado el Banco Mundial para estudiar el desarrollo colombiano, pero pronto entendió que el país no cabía en los modelos de Washington. Recorría los cafetales del Tolima, escuchaba a técnicos de acento paisa y a burócratas que hablaban como si la planificación fuera una forma de fe. Pero Hirschman no buscaba confirmar teorías: tomaba notas, observaba contradicciones, celebraba desviaciones. Donde otros veían ineficiencia, él veía creatividad. Donde otros hablaban de fracaso, él detectaba adaptaciones. “Colombia,” escribió después, “es un país que avanza por caminos imprevistos.” Quizá por eso lo entendió mejor que muchos colombianos.
En Colombia la política se parece cada vez más a un loop mal editado. Se repiten las formas, las rabias, los personajes. Cambia el decorado, pero no el guion. Mientras tanto, una parte del país mira con escepticismo —y algo de resignación— el espectáculo. La otra se acomoda en trincheras ideológicas que ya poco explican y mucho confunden. Y una tercera parte, cada vez más grande, simplemente se baja del escenario. La política, para muchos, dejó de ser un lugar donde las cosas pueden cambiar.
Quizás por eso vale la pena recuperar una idea vieja con posibilidades nuevas: el posibilismo. No como consigna, sino como forma de pensar. De asumir que gobernar no es prometerlo todo, ni renunciar a todo, sino mover lo que se puede, donde se puede, con quien se deja.
Hirschman nunca fue un hombre de grandes certezas. No trazaba planes de cinco décadas ni dictaba teorías de laboratorio. Miraba lo que la gente hacía —no lo que decía que hacía— y ahí encontraba sentido. Su fe no estaba en los modelos, sino en las grietas por donde se cuela lo inesperado.
Creía que muchas veces los avances llegan por caminos torcidos. Que los errores pueden producir soluciones. Que la historia no es una línea recta. Y que el cambio, cuando es real, rara vez obedece al plan original. Eso, que suena casi obvio, se vuelve revolucionario en una época donde todo se reduce a estar a favor o en contra, a ser de un lado o del otro.
En Colombia esa lógica binaria ha vaciado el debate público. Las etiquetas de izquierda y derecha sirven más para insultar que para comprender. En el fondo, la división ya no pasa por ideologías, sino por formas de ejercer el poder. Hay quienes creen que los recursos públicos son sagrados, y quienes los tratan como botín. Hay quienes reconocen límites —económicos, ambientales, institucionales—, y quienes los ven como obstáculos molestos. Hay quienes aún creen en la democracia, con todas sus fallas, y quienes la usan como herramienta de corto plazo.
El clivaje más honesto ya no es ideológico. Es ético.
Y ahí es donde el posibilismo se vuelve relevante. Porque no parte de un dogma, sino de una pregunta: ¿qué se puede hacer, aquí y ahora, para que esto no siga igual? No se trata de moderación, ni de centrismo aguado. Se trata de algo más difícil: pensar sin certezas, negociar sin ceder lo esencial, avanzar sin pedir aplausos.
También implica ampliar el mapa. Dejar de pensar que solo quienes han pasado por los partidos —o por la televisión— tienen derecho a hablar de política. Hay liderazgos formados en otras coordenadas: en los territorios, en los movimientos ambientales, en las comunidades, en la ciencia, en el arte. Gente que no habla en slogans, que no busca votos con rabia reciclada, pero que ha aprendido a sostener lo común en el día a día.
No se trata de idealizar lo nuevo, ni de romantizar a nadie. Se trata de reconocer que hay inteligencia social fuera de las élites, y que esa inteligencia merece participar. Porque las instituciones no se reconstruyen desde arriba, sino desde los márgenes hacia el centro.
El posibilismo, bien entendido, no es conformismo. Es una forma de rigor. Requiere leer el contexto, medir los tiempos, elegir las batallas. Es menos espectacular que la épica revolucionaria, pero más efectiva. En lugar de prometer el todo, apuesta por lo que puede sostenerse. En lugar de destruir para empezar de cero, mejora sin ruido lo que aún puede funcionar.
A veces, en política, la verdadera audacia no está en prometer lo imposible, sino en hacer bien lo necesario. Y en este momento, lo necesario es claro: reconstruir la confianza, proteger lo público, enfrentar la desigualdad, cuidar el planeta. No hay fórmula secreta. Hay trabajo, acuerdos, decisiones concretas.
No es una utopía. Es apenas un comienzo.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.