Hablar con Pablo Beltrán es asomarse a uno de los capítulos más complejos y persistentes de la historia reciente de Colombia. Jefe negociador del ELN y figura histórica del grupo insurgente, Beltrán ha dedicado su vida a una causa que, para muchos, representa una herida abierta en el cuerpo del país.
A medio siglo del nacimiento de esa insurgencia, y en medio de un nuevo ciclo de negociaciones truncadas, su voz no solo narra el pasado, sino que se hace imprescindible para entender el futuro de este grupo en Colombia.
Con tono pausado y memoria intacta, Beltrán habla como quien ha vivido tanto que el tiempo ya no lo sorprende. No parece cansado ni arrepentido. Al contrario, insiste en que la historia aún está por escribirse.
Cuando se le pregunta si, después de décadas en el ELN, habría tomado las mismas decisiones si pudiera volver atrás, responde con una calma que apenas roza el aire:
“Por fortuna fui educado desde joven para asumir compromisos con los demás, luego en la universidad comprendí que los demás eran los de abajo, la mayoría de Colombia. Vino el posmodernismo e ideologizó al mundo con la creencia que la vida y la libertad individual son la cima de la felicidad, echando al capitalismo a botes por el despeñadero; con lo que uno se reafirma en lo indispensable de actuar como ser social, con responsabilidades más allá de lo personal o lo familiar.”
Las palabras de Beltrán evocan un tiempo en que la historia parecía escribirse en plazas públicas y trincheras. En América Latina, entre los años 60 y 70, la revolución no era una idea romántica: era una urgencia. En Colombia, el surgimiento del ELN en 1964, influido por la Revolución Cubana y por el pensamiento de Camilo Torres Restrepo, encontró un país fracturado por la desigualdad y la violencia política de la posguerra liberal-conservadora.
El joven Beltrán, como tantos otros, no encontró en las urnas un camino creíble hacia la justicia social. Para él, el compromiso fue total, casi religioso.
Al preguntarle qué lo llevó, en lo más personal, a unirse al ELN, rememora:
“La desgracia de Colombia es haber permitido quitar el estudio de la historia nacional. En la escuela primaria me enseñaron educación cívica y en la secundaria era obligatorio estudiar historia universal y de Colombia. De la mano de Indalecio Liévano Aguirre a los 15 años entendí lo malvado de la dominación de los imperios, que con la guerra de Vietnam (1965-1975) terminé de comprender. El magnicidio de Gaitán cuando intentaba cambiar a Colombia por las buenas y luego el sacrificio de Camilo, intentando una vía diferente, lo obligan a uno extraer lecciones para la vida.”
La mención de Camilo Torres no es casual. Para el ELN, Camilo es más que un mártir: es su fundamento ético, su justificación moral. El sacerdote que dejó el púlpito para morir fusil en mano en 1966 representa el cruce imposible entre la fe cristiana y la lucha armada. A través de la teología de la liberación, el ELN encontró no solo razones políticas sino también espirituales para su existencia.
Beltrán, desde su silla, conecta aquellas raíces con la decisión que transformó su vida:
“Al decir de Gaitán, la oligarquía agredió al pueblo al matar a su líder. Esta comprensión constituye un primer cambio copernicano: el agresor es la oligarquía y el agredido es el pueblo. Un segundo consiste en que uno debe acudir al legítimo derecho a la defensa y el tercero es que en última instancia hay que hacer uso de la fuerza. Esta secuencia de ideas es la que lleva a muchas y muchos a solicitar ingreso al ELN.”
Durante los años setenta, en el fragor de la Guerra Fría, la insurgencia armada se expandió en América Latina como un reguero de pólvora. En Colombia, mientras las FARC optaban por consolidar un proyecto más campesino y marxista-leninista, el ELN combinaba el idealismo cristiano con una lectura guevarista de la revolución.
Pese a los golpes militares y las derrotas, como la de Anorí en 1973, su convicción no menguó.
“En 1970 —otra vez la oligarquía— le robó las elecciones presidenciales a un candidato de un movimiento llamado la Alianza Nacional Popular (Anapo), que era distinto a los dos partidos tradicionales. En 1973, los Estados Unidos propinaron un sanguinario golpe militar contra el gobierno de Allende en Chile, que intentaba un experimento de construir bases de socialismo de forma pacífica. Ese mismo año, el ELN recibió una derrota en Anorí, lo que no nos desanimó a muchos de mi generación a pedir ingreso al ELN, por considerar que es la vía para que el pueblo tenga el poder y gobierne a favor de sí mismo.”
Colombia, un país donde las regiones son más grandes que el Estado, ha sido el escenario perfecto para resistencias que en cualquier otra parte habrían sido aplastadas hace décadas. El ELN, que hoy cuenta con aproximadamente 5.800 combatientes en armas según cifras oficiales, sobrevive en territorios aislados: en los ríos de Chocó, en las montañas de Norte de Santander, en la frontera líquida con Venezuela. Su existencia misma parece un desafío a toda lógica: una guerrilla nacida en la era de la Guerra Fría, que aún respira en un siglo XXI regido por otros fantasmas.
“La vida demuestra que los de arriba solo ceden privilegios cuando los de abajo usamos la fuerza, y a esto nos dedicamos en el ELN: a agrupar, sumar y movilizar a la gente para, con esta presión social, conquistar una vida digna. En síntesis, mi tarea es animar la consecución de la paz con justicia social, idea noble que tratamos de acompañar con fuerza. Y según el gran Camilo Torres, es decisión de la oligarquía si entrega el poder al pueblo por las buenas o por las malas. Cuando decimos de buscar una solución política del conflicto colombiano, estamos trabajando la hipótesis de conseguir justicia sin violencia, lo que solo será posible si los de arriba se deciden por esta vía.”
El sacrificio como destino inevitable: eso enseña la historia colombiana, y eso también se percibe en la voz de Beltrán.
“Por nosotros ser un pueblo trabajador, sacrificado e ingenioso, en la cultura colombiana los logros están basados en realizar esfuerzos, y en la cultura santandereana uno aprende a respetar para que lo respeten. Si se suman estos componentes, resulta una idea de felicidad que conlleva sacrificio, con la cual enfrenta uno los retos de la vida, los retos de uno como guerrero.”
Cuando Beltrán menciona una duda, no lo hace como quien confiesa una falta, sino como quien recuerda una bifurcación inevitable.
“Estaba comenzando a formar una familia, había desarrollado una empresa que me sostenía, ya tenía un cierto liderazgo público y además era responsable en la guerrilla urbana, cuando, ¡oh, sorpresa!, me allanaron la casa donde vivía en Bucaramanga, lo que me obligó a trasladarme a un frente rural del ELN, para evitar mi captura. Fue difícil hacer este ‘punto y aparte’, pero lo remonté en un tiempo breve. Debo pedir disculpas por parecer pretencioso, pero le cuento que no he tenido dudas de lo acertado del camino de vida que escogí.”
La vida del insurgente, en un país como Colombia, siempre ha sido también un relato de lealtades, rupturas y persistencias. Beltrán, sin embargo, no habla de traiciones ni desencantos.
Habla de legado:
“Las fuerzas que en Colombia nos reclamamos como del pueblo estamos obligadas a no dejarnos carcomer por la corrupción, de verdad servir al pueblo y no a los de arriba, dedicarnos a buscar la paz con justicia y equidad social, y a lograr la segunda y definitiva independencia de los imperios: de todos, de los actuales y de los futuros. Si en el ELN logramos esto, habrán valido la pena estos 60 años de lucha y los que vienen.”
Cuando se le pide que nombre a un político que haya dejado una huella imborrable, la respuesta llega como un disparo:
“Álvaro Uribe Vélez, nacido en las entrañas de los carteles de la cocaína, diestro en cumplir la guerra contra las drogas dictada por EE. UU., artífice de la economía mafiosa que mueve al país y del régimen mafioso que la resguarda. ¿Qué más le apetece a los de arriba? Ante esta hoja de vida, el pobre Trump apenas clasifica como aprendiz.”
Su fe, lejos de anular su militancia, la enmarca en una tradición espiritual:
*”Camilo Torres como sacerdote guerrillero constituye un punto de inflexión mundial en este campo, cuando llamó a la unión de los cristianos revolucionarios con los revolucionarios marxistas. Pero en verdad, el padre de esta alianza fue un Papa —que era como decimos en Colombia: un ‘buena papa’, un bonachón—, su Santidad Juan XXIII. Este Papa, aplicando el aggiornamento (entrada de aire fresco) del Concilio Vaticano II, dejó enseñanzas valiosas como estas: la iglesia es de todos, pero preferencialmente de los pobres, hay que unir el humanismo cristiano con el humanismo marxista, unirnos alrededor de las coincidencias y luego iremos resolviendo las diferencias. Preceptos que Camilo llevó a la práctica y que siguen siendo observadas en el ELN, junto con el resto de testimonios que nos legó.”*
Colombia, país de eternos comienzos, parece vivir atrapada en la paradoja de soñar revoluciones y temerlas al mismo tiempo. Beltrán, por su parte, mantiene el optimismo, aunque sea uno curtido por la historia:
“Romain Rolland decía que uno debe ser ‘optimista de la voluntad y pesimista del intelecto’, por esto, considero que sí seremos capaces de pasar la página de la guerra y de lograr tolerarnos entre las corrientes que buscamos una sociedad poscapitalista, para sacar el país adelante, en una encrucijada mundial tan complicada como la del inicio de la Primera Guerra Mundial.”
Sobre el gobierno de Gustavo Petro, su juicio es severo:
“Con Petro nos entendimos al principio, firmamos en marzo del 2023 el Acuerdo de México para desarrollar un nuevo paradigma de construcción de paz, pero como él no se manda solo, desde EE. UU. y la oligarquía nacional se atravesaron a lo acordado y Petro se plegó ante ellos. Esto llevó el proceso de paz con el ELN a la crisis actual. Simultáneamente, la política de paz de Petro siguió siendo la misma de los últimos 70 años.
Un próximo gobierno, del color que sea, estará obligado a seguir buscando la paz. Si es un gobierno de los de arriba, pretenderá militarizar y paramilitarizar más el país, para mantener intocables sus privilegios; pero si ‘ocurre un milagro’ y llegara un gobierno impulsado por los de abajo, tendrá que proseguir la búsqueda de una paz con justicia y equidad social, donde sea la misma sociedad la protagonista de esta construcción.”
Al final de la conversación, le pido a Beltrán que imagine qué le diría al joven que un día eligió la insurgencia. Su respuesta, como toda su vida, es la de quien no ha olvidado de dónde viene:
“Le diría que he tratado de mantener los propósitos de vida de esos primeros años, desarrollados con la pasión de esos años.”
Pablo Beltrán no concede. Su relato no busca absoluciones. Su tiempo, como su causa, parece suspendido en un largo compás de espera.