Hace un tiempo entrevisté a James Robinson, Premio Nobel de Economía y coautor de Por qué fracasan los países. Sus palabras, pronunciadas con esa mezcla de erudición y sencillez que lo caracteriza, me siguen persiguiendo: “Es trágico el potencial no realizado de Colombia”. No era un diagnóstico pasajero ni una frase más en el catálogo de lamentos sobre nuestra historia; era una constatación dura de lo que hemos sido y de lo que aún no hemos sabido ser.
Colombia es un país que ha vivido de espaldas a su riqueza. Como solía recordar Malcolm Deas, hay en nuestra geografía y en nuestra biodiversidad una riqueza “humboldtiana”, de proporciones casi infinitas, que rara vez se convierte en motor de desarrollo. Humboldt, maravillado con la exuberancia de estas tierras, intuía ya a comienzos del siglo XIX que aquí había un laboratorio natural único. Sin embargo, doscientos años después seguimos sin traducir esa abundancia en bienestar colectivo.
Hoy, cuando el mundo discute el cambio climático y la transición energética, Colombia podría ser líder. Nuestros bosques, páramos, selvas y ríos son activos estratégicos en los mercados de carbono, un terreno donde las naciones con riqueza ambiental tienen una oportunidad histórica. Pero mientras otros países avanzan en estructurar políticas sólidas y captar recursos, nosotros seguimos atrapados en debates estériles, incapaces de diseñar un modelo serio que aproveche ese capital natural sin depredarlo.
La entrevista con Robinson también me dejó claro otro punto: el atraso no es inevitable, es una decisión política. Durante décadas hemos perdido oportunidades por instituciones débiles, por una élite que no siempre entendió el sentido del bien común y por una guerra que consumió energías y recursos. Son nuestras “décadas perdidas”: mientras el mundo avanzaba en innovación, educación y tecnología, nosotros seguíamos discutiendo cómo salir de la violencia más básica.
El problema no es solo de diagnósticos. Hemos tenido demasiados. La historia económica de Colombia es un cementerio de planes, estudios y visiones que quedaron en papel. El reto es transformar ese potencial en una política de Estado que combine instituciones fuertes, un mercado abierto pero justo, y una mirada estratégica a nuestras verdaderas ventajas comparativas.
En ese camino, el actual gobierno se equivocó en abrazar un ambientalismo de laboratorio, desconectado de la realidad de millones de colombianos. Se ha pensado que la transición energética consiste en imponer ideologías desde Chapinero, sin entender que en el centro de nuestra supervivencia ecológica está el bienestar de los ciudadanos. La crisis con los cultivadores de papa es solo un ejemplo: se les pide que se adapten a un modelo que no toma en cuenta sus necesidades inmediatas. Lo mismo ocurre en otras regiones: discursos verdes que no se traducen en soluciones concretas, mientras las familias siguen buscando cómo sobrevivir.
Somos un país que necesita recursos, y la gente necesita ingresos reales hoy, no promesas para dentro de veinte años. Por eso no podemos darnos el lujo de ser miopes. Debemos encontrar en nuestra riqueza natural y energética las fuentes de la transición, pero sin debilitar a Ecopetrol ni poner la ideología por encima de la búsqueda de bienestar. Eso sería una traición a nuestras necesidades más básicas, a nuestra realidad inmediata. Colombia no necesita un ideólogo más, sino un posibilista práctico, capaz de entender que el desarrollo sostenible es tan social como ambiental.
Cuando Robinson dice que es trágico nuestro potencial no realizado, yo escucho más que un reproche: escucho un desafío. El desafío de hacer política en serio, de dejar atrás la polarización inútil y empezar a pensar en el largo plazo. Humboldt y Deas vieron con claridad lo que somos; nosotros todavía estamos a tiempo de decidir qué queremos ser.
El futuro no se construye con lamentos ni con nostalgias, sino con instituciones capaces de convertir nuestra riqueza en prosperidad. Si no lo hacemos ahora, ¿cuántas décadas más estaremos dispuestos a perder?
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.