Hubo un tiempo en el que el mundo entero giraba alrededor de los oficios. No hablo solo de trabajos, sino de esa forma de relación íntima con la materia y el tiempo: el orfebre que sabía escuchar el metal, el carpintero que comprendía la memoria de cada veta de la madera, la tejedora que hablaba con los hilos hasta hacerlos reír. Eran oficios que no se aprendían solo con manuales, sino con paciencia, con muchos silencios, con un respeto profundo por lo que se hacía. Eran, sobre todo, un vínculo con la vida.
En la Edad Media, cada villa tenía su herrero, su panadero, su curtidor, su alfarero. Cada uno sabía que su tarea sostenía a la comunidad, y que lo que hacía tenía una razón de ser. Los gremios no eran simples sindicatos: eran cofradías de sentido, refugios de conocimiento transmitido de generación en generación. Nuestros antepasados podían no saber de algoritmos ni de mercados globales, pero sí sabían de algo que nosotros empezamos a olvidar: que la alegría de hacer es tan importante como el resultado de lo hecho.
El orfebre medieval no pulía el oro solo para venderlo, sino para que brillara con la luz propia. El carpintero no cortaba tablas solo para cumplir un pedido, sino para que la madera respirara y se mantuviera viva en una mesa, en una puerta, en un arca, donde seguro produciría más historias. Hay un amor que se deposita en cada oficio bien ejercido, y que se siente al tocar una pieza trabajada con manos que aman lo que hacen.
La modernidad, con sus prisas y sus máquinas, nos arrancó parte de esa conexión. La inteligencia artificial, hoy, amenaza con llevarse lo que queda… o con darnos la oportunidad de recuperarlo. Porque si la IA aumenta la productividad, si nos libera de las tareas repetitivas, quizás sea momento de volver a lo simple: hacer por el simple gozo de hacer. Tocar la madera por su aroma, moldear el barro por su docilidad, escribir por el puro placer de darle forma a una idea.
Hoy vivimos en una época donde muchos oficios han desaparecido o han sido absorbidos por fábricas impersonales y procesos automáticos. La vida moderna, obsesionada con la velocidad y la eficiencia, ha cambiado la relación que tenemos con lo que hacemos: producimos más, pero tocamos menos; entregamos resultados, pero rara vez dejamos una huella personal. Tenemos tanto pero olvidamos que tenemos, las cosas que compramos con avidez las dejamos en rincones con la misma velocidad, comprar no llena nuestras carencias, porque lo que anhelamos son vínculos. El pan ya no sabe a manos que lo amasan, las prendas no guardan la historia de quien las tejió, y las ciudades se llenan de objetos idénticos, sin alma, y creo que a veces nos vamos pareciendo demasiado a esos objetos. Tal vez por eso sentimos un vacío que no se llena con cosas nuevas: lo que añoramos no es el objeto, sino el gesto humano que lo creó.
Simone Weil decía que “el trabajo es una forma de oración”, y el poeta Fernando Pessoa nos recordaba que “poner el alma en lo pequeño es señal de grandeza”. Quizá ser feliz sea algo parecido: un oficio que requiere la misma entrega, la misma disciplina, la misma voluntad activa que cualquier otro. No sucede porque sí. Hay que cultivarlo día a día, a veces hora tras hora.
En este tiempo de algoritmos que lo predicen todo, vale la pena recordar que ninguna máquina sabe lo que significa el temblor de terminar algo con las propias manos y mirarlo con orgullo. La orfebrería, la carpintería, la cerámica, la escritura… y ese otro oficio mayor que los contiene a todos: el oficio de ser feliz. Ese, el más bello y delicado de todos, que exige paciencia de artesano, amor de orfebre y constancia de agricultor. La felicidad no es algo accidental, es una obra. Es un trabajo de hora a hora, no es algo que surja del cielo mágicamente , todo lo contrario es algo que surge de nuestra relación íntima con la vida, de nosotros mismos.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.