Babel no era únicamente la Biblioteca: era también una ciudad que se derramaba alrededor de ella como un reflejo imperfecto. Sus colinas suaves recordaban a Marburg, pero su resplandor al atardecer tenía algo del oro fatigado de Estambul, ese momento en que el sol parece disolverse en el agua y la ciudad suspende la respiración. Desde las alturas, minaretes, torres y cúpulas formaban un horizonte irregular que se desvanecía en una bruma de cobre y rosa, como si la ciudad entera fuera una página que alguien soplara con cuidado para secar la tinta.

En Babel había cafés interminables, apilados unos sobre otros en calles estrechas que serpenteaban hacia puentes sin guardias. El aroma de café y de papel viejo formaba parte del aire, como un clima propio. Allí, nadie poseía un libro: los volúmenes pasaban de mano en mano, de mesa en mesa, abandonados sin culpa en superficies cojas, recogidos por lectores anónimos que nunca reclamaban propiedad alguna. Los libros —como las palabras y los amores— pertenecían a todos y a nadie.

En esa ciudad, el Librero tenía un ritual privado: coleccionaba objetos perdidos, huérfanos, abandonados. Botones sueltos, llaves sin cerradura, cintas deshilachadas, un guante de ópera sin pareja, un cristal roto de lentes que ya no tenían dueño. Los recogía en paseos largos al amanecer, recorriendo las calles laberínticas. Nunca explicaba su sentido, pero los guardaba en una pequeña caja de madera en su cubículo, convencido, quizás, de que lo abandonado posee una verdad que las cosas intactas nunca revelan.
Durante uno de esos paseos vio, en una plaza inclinada donde los habitantes de Babel jugaban al ajedrez lento y meditativo, a una mujer con un vestido amarillo. Estaba quieta, no mirando realmente a los jugadores sino escuchando el chasquido de las piezas, como si el juego murmurara un secreto. El viento agitó suavemente su vestido, y, por un motivo que él jamás pudo explicarse, esa imagen quedó adherida a su memoria con una fuerza que superó a muchos de los hechos reales que vivió. Nunca alcanzó a ver su rostro con claridad, pero la forma de su quietud permaneció en él, irresuelta como una palabra que falta en una frase.

En una galería remota de la Biblioteca, donde los ecos llegaban fatigados y la luz parecía recordar lo que alguna vez fue claridad, vivía el hombre que se hacía llamar el Librero. Su cubículo era igual a los demás, pero tenía un aire de nostalgia que no provenía de los libros sino de él mismo, como si llevara a cuestas un duelo antiguo.

A veces se decía que ese duelo era por una mujer. A veces, que la mujer nunca existió. En Babel, en especial en una ciudad donde la confusión de las lenguas era tan completa como la indiferencia hacia el tiempo, ambas cosas suelen ser indistinguibles.
El Librero poseía un único volumen: un libro cambiante, una criatura de páginas que se reescribían como si obedecieran a un pulso ajeno al tiempo. Allí podían encontrarse tratados imposibles, profecías erróneas y relatos que parecían escritos por manos que aún no habían nacido. Pero el Librero sabía —aunque no lo confesaba— que el libro también guardaba algo más: la historia de un amor que nunca llegó a consumarse.

Los peregrinos lo visitaban buscando revelaciones. Él los atendía con la brusca cordialidad de quien ha perdido algo que ya no espera encontrar. Al abrir el volumen, cada visitante veía lo que su alma podía soportar, y el Librero lo permitía, pero jamás intervenía. La Biblioteca era un espejo, y él, un guardián cansado.

Fuera, Babel continuaba respirando. La ciudad, confundida en sus lenguas como un sueño que no recuerda su propio idioma, tenía una particularidad: solo existía una palabra para “leer” y “vivir”. Sus habitantes la empleaban con la naturalidad de quien nunca ha querido distinguir entre abrir un libro o abrir los ojos. Para ellos, la vida era una lectura continua; y la lectura, una forma íntima de vida. Tal vez por eso nadie lamentaba los libros perdidos: como la vida misma, estaban destinados a pasar por muchas manos, siempre incompletos.
Una tarde, llegó a su cubículo la mujer silenciosa.

No era hermosa —o quizá lo era de un modo que la Biblioteca, con su geometría inhumana, no sabía describir—, pero su presencia tenía la gravedad de las cosas inevitables. No tomó el libro. Miró al Librero con una ternura que él no recordaba haber recibido nunca.
—¿Leyó el libro entero? —le preguntó.
—No puedo. Cambia cada vez.
—¿O cambia —dijo ella— porque usted teme que deje de hacerlo, si lo termina?
El Librero sintió un temblor que no venía del piso ni de las paredes, sino de un lugar más frágil. La mujer habló entonces con la suavidad implacable del destino:
—Usted cree custodiar un libro único. Pero en realidad custodia un deseo. Y todo deseo es, por definición, imposible. Si se cumple, desaparece; si no, nos devora.

Él quiso responder, pero la voz se le quebró. Ella sonreía con una tristeza profunda, no hacia él sino hacia lo que él cargaba: esa melancolía del que sabe que el amor es un libro que siempre falta una página para terminar.
La mujer se marchó sin más. El Librero quedó solo con el silencio, y el silencio —como sucede en Babel, sobre todo en los atardeceres cuando la luz es un recordatorio y no una certeza— se ensanchó hasta volverse insoportable.

Esa noche abrió el volumen desde el principio y lo leyó sin apartar la vista, aceptando cada frase como quien bebe un veneno voluntario. Y allí encontró la historia de un amor que nunca tuvo lugar, pero cuya ausencia había regido toda su existencia. Era la historia de una mujer que tal vez había visto una vez, o que tal vez jamás existió, pero cuyo nombre estaba escrito tantas veces que parecía una plegaria. Y también estaba escrito lo inevitable: que en Babel, donde todo es posible, el amor es la única imposibilidad verdadera, porque exige una elección en un universo que no admite elecciones.

Cuando terminó, comprendió que la melancolía no era una enfermedad sino una forma de memoria: la memoria del deseo que no puede cumplirse sin desaparecer.
A la mañana siguiente, el Librero ya no estaba. En la mesa quedó un mapa hacia un cubículo fuera de todo registro. Algunos dicen que fue en busca de la mujer; otros, que se adentró en los corredores infinitos esperando olvidar su nombre. Otros creen que se disolvió entre los libros como una palabra que nadie terminó de pronunciar. A la gente de Babel poco les importa el final de las historias.

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