“Nadie lo supo, hasta después, que se había perdido en su propio laberinto.”
—Borges, El Aleph

Conocí a Francia Márquez una mañana del 2022. Me había invitado a un desayuno con una veintena de periodistas de todas las orillas. Era un encuentro informal, sin cámaras ni libreto. Quería contarnos de sus planes de giras por el mundo, de sus sueños, de sus aspiraciones. Habló con una mezcla de emoción contenida y claridad de propósito. Recuerdo a esa mujer que impresionaba por lo simbólico, pero también por lo genuino. Era imposible no conmoverse ante la escena: una lideresa afro, nacida en el olvido del Cauca, sentada a la mesa con medios nacionales, proyectándose como vicepresidenta. Primera mujer negra en llegar a la segunda magistratura del país. No es poco para un demócrata emocionarse con eso. Era, por un instante, ver a una ciudadana de las orillas más imposibles de nuestra desigualdad llegar al puente de mando de este barco averiado que llamamos Colombia.

Hay laberintos que no se caminan, se encarnan, y hay figuras que se extravían no por falta de rumbo, sino porque nunca se les permitió tenerlo. Francia Márquez fue convertida en símbolo mucho antes de ser tratada como política. Fue usada para abrir el cerrojo emocional de una elección, para exorcizar culpas históricas, para recitar en voz alta esa palabra incómoda y real: reparación. Pero una vez alcanzado el poder, esa misma figura empezó a estorbar.

Desde el inicio, Gustavo Petro no supo —o no quiso— saber qué hacer con ella. La ubicó en el margen. Le entregó un Ministerio de Igualdad sin estructura, sin presupuesto y sin interlocución real. Francia fue relegada a los discursos, a las giras, a la dimensión ornamental del poder. Compartir el podio de la historia con una mujer negra, autónoma, que además no le debía obediencia ciega, era un gesto de incomodidad imposible. Petro nunca la quiso allí. Francia fue la imposición de una coyuntura, no una apuesta del petrismo. Y en el poder, eso se notó desde el primer día.

Porque en el fondo, Petro nunca ha sido un hombre cómodo con la noción de poder compartido. Su lógica es la del caudillo. Del presidente que se piensa a sí mismo como proceso, centro o destino. En ese imaginario, no hay lugar para vicepresidencias con iniciativa. Petro convirtió la presidencia en un monólogo. Y ese monólogo tenía un solo guion: el suyo. En ese libreto, Márquez debía ser telón de fondo, no coprotagonista.

No es raro entonces que hoy algunos —desde la derecha que nunca la toleró, hasta sectores de izquierda que ahora la desprecian— pidan su renuncia. Pero olvidan algo esencial: Francia Márquez no fue contratada. Fue electa. Con millones de votos. Con legitimidad popular. Es dueña y hacedora de su representación. Y en un sistema presidencialista como el nuestro, la vicepresidencia no es decorado ni premio de consolación. Es la segunda magistratura del Estado.

Por eso también es ingenuo pedirle que “dialogue más con Petro”. ¿Cómo hablar con el Mago de Oz? Durante meses, incluso años, ni sus ministros podían hacerlo. Petro gobierna desde la cumbre de su propia soledad, y terminó siendo Laura Sarabia —no Francia, no ministros, no partidos— quien transmitía órdenes, decisiones, humores. Si a los técnicos y aliados se les hacía imposible entender el rumbo, ¿cómo podía hacerlo quien fue aislada desde el comienzo?

A Márquez se le pueden criticar errores, improvisaciones, desprolijidades. Pero no se le puede negar la dificultad de su posición. Fue silenciada por un poder que no la integró y caricaturizada por una oposición que jamás la reconoció. Ni Petro ni sus adversarios la quisieron como interlocutora. Unos la vaciaron de contenido. Otros la llenaron de desprecio. Y en medio de ese doble fuego, quedó atrapada.

Pero ojo: no ha renunciado. No ha claudicado. Sigue allí, a pesar de los golpes. Y eso, aunque a muchos les moleste, es una afirmación política. Quizás no está en su mejor momento, quizás no tiene hoy la voz de antes. Pero conserva algo que pocos le reconocen: resistencia. En un país donde el poder es viril, excluyente y centralista, ella insiste en ocupar su lugar. Tal vez no con la eficacia que se esperaba. Pero sí con la tenacidad de quien sabe que llegó por derecho propio.

Si solo pudiera darle un consejo a ella, en estos momentos, sería que hablara, que gritara, que dijera todo lo que quiera decir, que se desahogara, que no tuviera miedo de perder nada, que eso es la política, pero sobre todo que eso es la vida, que es una mujer valiente y necesaria, es una mujer que puede aportar al país, pero su silencio, no es sino el triunfo de ese desprecio estructural (extendido a lo largo y ancho del país) de aquellos que aún hoy dicen “Ningún negro me dice…” y si eso dicen en público y televisión, imaginémonos que dicen en privado, pero sobre todo que piensan.

El laberinto de Francia Márquez es, en realidad, el laberinto del poder en Colombia: un sistema que tolera la diferencia mientras no gobierne, que aplaude los símbolos mientras no incomoden, que celebra la inclusión solo cuando no amenaza la jerarquía real.

Y, al final, esa es la verdadera tragedia: no solo se perdió Francia. Se perdió la posibilidad de que, por fin, el poder compartiera rostro, acentos y territorios. De que el podio de la historia no fuera unipersonal. De que el cambio no tuviera miedo a la sombra que proyecta.

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