Una mañana de abril, en una cafetería anodina del norte de Bogotá, me encontré con Julián, un ingeniero de sistemas que hasta hace seis meses trabajaba en una empresa de servicios financieros. El tipo era bueno: rápido con los códigos, obsesivo con los detalles, de esos que construyen algoritmos como quien talla madera. Un día, lo llamaron a una reunión por Zoom y le dijeron que su puesto había sido absorbido por una IA entrenada durante meses con su propio trabajo. Lo reemplazaron con él mismo, pero más barato y sin derecho a cesantías.

—No estoy enojado —me dijo mientras revolvía el café con una cuchara invisible—, estoy perplejo. No me echaron por ser malo. Me echaron porque fui demasiado bueno y enseñé demasiado bien.

Esa frase me quedó zumbando todo el día. “Me echaron porque enseñé demasiado bien”. Es como si el progreso se hubiera convertido en un castigo. Y no para el mediocre, sino para el competente.

Hace casi un siglo, en 1927, Fritz Lang filmó Metrópolis, esa distopía monumental donde la ciudad del futuro está gobernada por una élite que vive en rascacielos luminosos, mientras las masas trabajan bajo tierra operando máquinas que no comprenden. Era la promesa —y la amenaza— de la era industrial: eficiencia, automatización, control. La película era una advertencia, pero también una fantasía. Hoy, ese futurismo de engranajes y vapor ha sido reemplazado por otro más sutil, más silencioso, más sofisticado: el de los algoritmos que ya no necesitan látigos para hacernos obedecer.

Pero hay algo que se repite. En Metrópolis, los trabajadores eran necesarios pero invisibles. En nuestra era, son visibles pero desechables.

Y sin embargo, el debate político sigue discutiendo como si estuviéramos en el siglo XX. El trabajo aún se define desde la fábrica, el sindicato, el contrato a término indefinido. Como si Julián —y millones como él— no existieran.

Camino por Bogotá y me impresiona su contradicción: es una ciudad profundamente moderna y profundamente anacrónica. Tiene más talento digital que muchas capitales latinoamericanas, startups, diseñadores, tecnólogos, comunidades creativas… pero también una estructura institucional que sigue funcionando como si el fax fuera una tecnología vigente.

Las apuestas del Distrito y del Gobierno Nacional por el trabajo del futuro son, en el mejor de los casos, tímidas. No hay una visión estructural, no hay liderazgo en estas discusiones. Se invierte en obra pública, en infraestructura física, pero no se comprende el potencial de las ciudades como nodos hiperconectados de generación de valor simbólico, cultural y tecnológico. Bogotá podría ser una potencia del conocimiento en América Latina. Medellín ya se lo creyó un poco más. Pero el país aún piensa en términos de petróleo y café.

Y lo peor no es la lentitud, sino la ceguera.

Hace poco asistí a un conversatorio en una universidad privada. Tema del día: “El futuro del trabajo en tiempos de inteligencia artificial”. Había más sillas que asistentes. Uno de los panelistas, profesor de economía laboral, hablaba como si estuviéramos en 1985. Curvas de oferta, salario marginal, productividad del capital. En el auditorio, una estudiante que trabaja como freelancer diseñando filtros para Instagram le preguntó si esos modelos contemplaban la creación de valor emocional y digital. El profesor la miró como si hubiera preguntado si los unicornios pagan impuestos.

La academia colombiana está llegando tarde al futuro. Está más preocupada por su propio lenguaje que por entender la sociedad que viene. Y eso en un país donde el conocimiento nunca ha sido el centro de la cultura nacional, pero sí la causa de sus pocos avances sostenidos en equidad. La ironía es brutal: el conocimiento, que siempre fue escaso, ha sido también nuestra mejor herramienta para reducir la desigualdad.

La paradoja del momento es esa: sabemos lo que viene, pero nadie lo está discutiendo con seriedad. El Congreso discute si el presidente fuma marihuana. Las redes sociales debaten si es homosexual o no. Y mientras tanto, el 40% de los jóvenes no encuentra empleo, no porque no tengan energía, sino porque el mercado no tiene lugar para ellos. No se trata de proteger el trabajo del pasado. Se trata de diseñar el del futuro.

Y no lo estamos haciendo.

No estamos discutiendo la renta básica, ni la redistribución del tiempo, ni la transición ética hacia una economía post-empleo. No estamos regulando las plataformas ni pensando en nuevas formas de sindicalismo digital. No estamos preparando a los profesores, ni reformando los currículos, ni entendiendo que la dignidad ya no pasa por tener un puesto, sino por tener un propósito.

En lugar de eso, seguimos debatiendo la reforma laboral como si fuera una disputa entre empresarios y trabajadores sindicalizados. Como si eso fuera el mundo real. Como si las oficinas no estuvieran vacías y los servidores no estuvieran haciendo lo que hacían los humanos hace cinco años.

Julián ahora trabaja por su cuenta. Hace asesorías en ciberseguridad para empresas medianas. Cobra en dólares. Aprende en YouTube. Trabaja desde su casa. No cotiza salud, no paga pensión. Dice que no sabe si es un desempleado, un emprendedor o un fugitivo del sistema.

—Soy un profesional del limbo —me dijo, antes de despedirse con un gesto tímido.

Y yo pensé: tal vez la reforma laboral que necesitamos no es una que proteja los empleos que desaparecen, sino una que abrace las vidas que emergen. Una que no le tema al futuro, sino que lo entienda como una posibilidad ética, política, humana.

Porque el futuro no avisa. Y cuando llegue —si es que no llegó ya— nos encontrará discutiendo si el presidente fuma o no. Mientras tanto, Julián y miles como él seguirán construyendo el país del mañana sin que nadie les pregunte qué necesitan.

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