No hubo invitaciones formales ni comunicados.

Simplemente, un amanecer en Belém do Pará, cuando el calor todavía no golpea y los pescadores desenredan las líneas, los pájaros comenzaron a llegar.

Belém —capital del estado de Pará, a orillas del río Guamá y próxima a la desembocadura del Amazonas— es una ciudad que late con más de 1,5 millones de habitantes y un clima que parece haber firmado pacto con la humedad. No tiene estaciones: tiene variaciones del calor. La selva la acecha desde todos los costados y, al mismo tiempo, la ciudad la empuja hacia afuera con cemento, mercados, avenidas y un metabolismo humano que no sabe detenerse.

La COP se organizaba en medio de esa contradicción: hablar del clima en una ciudad que vive en el borde de la Amazonía, donde el bosque se siente como un vecino incómodo. Allí, los estudiosos repiten cifras: millones de hectáreas deforestadas, caudal de ríos que cambia, estaciones de lluvias impredecibles. Los funcionarios, en cambio, repiten verbos: mitigaradaptarcompensar. Esa distancia entre números y palabras se siente en la piel. En Belém el clima no es teoría: es piel mojada a cada paso.

Yo estaba allí por casualidad: un viaje largo desde Bogotá, una nota sobre la región, esas excusas que usamos los periodistas cuando en realidad buscamos algo indefinible. Había ido a cubrir la COP —ese teatro global donde los países repiten la coreografía del desacuerdo—, pero lo que me ocurrió no figuraba en la agenda oficial.

Belém no estaba lista para nada más que su propia vida. La ciudad respira a treinta grados incluso al amanecer, con la humedad empapando los bordes de los muros y los techos de zinc. Vive en la boca del Amazonas, en esa delta dulce que no sabe si es océano o río. En los mapas figura al norte de Brasil, casi rozando la línea ecuatorial, pero la cartografía no explica lo esencial: la atmósfera espesa, como si el aire fuese un líquido lento.

Los primeros fueron los guacamayos rojos.
Cruzaron el cielo desde el oeste con un cansancio elegante. Nada de postales tropicales: sus plumas parecían un recuerdo. Se posaron en cables eléctricos de la plaza, como si hubieran olvidado que alguna vez tuvieron árboles suficientes para no tener que recurrir al metal.
Después llegaron los arañeros amazónicos.
Pájaros que no hacen ruido, como un pensamiento que no quiere molestar. Uno se quedó inmóvil en la rama baja de un mango. Observaba la ciudad como quien intenta reconocer un rostro envejecido.
A media tarde aparecieron los pingüinos de Magallanes.
Lo escribo y no lo creo.
Pero estaban ahí: caminaban con esa dignidad torpe que solo los pingüinos tienen. No había hielo, ni viento polar, ni orcas. Solo calor húmedo, mosquitos y el olor de los puestos de fritura. Nunca pensé ver un paisaje tan fuera de lugar sin que nadie se sorprendiera.
Los colibríes de Helena llegaron difusos.
Uno nunca sabe si son tres o veinte.
Se deshilachan en el aire, como si fueran la sombra de algo más veloz que ellos mismos. No aterrizan: parpadean.
La última en llegar fue la águila arpía.
No cayó: descendió.
Sus alas cortaron el aire con una lentitud solemne. Vino desde el norte, trazando una línea invisible sobre los techos. Cuando se posó, nadie cerca de la plaza sintió necesidad de fotografiar. Era como si la presencia de ese animal cancelara todos los gestos humanos pequeños.
Y de pronto estábamos todos allí: los pájaros y este periodista perdido en la orilla del Amazonas.

Entonces ocurrió algo que no tenía explicación protocolar. Los pájaros parecían buscar a alguien. No un líder humano ni una ONG. Un nombre que hasta a mí me sorprendió reconocer: el Simurgh.

Lo digo con cuidado porque temo sonar supersticioso. Años atrás, en Bogotá, encontré por azar un ejemplar viejo de El lenguaje de los pájaros, atribuido a Farīd ud-Dīn Attar, el poeta sufí persa. No era la edición clásica: era una traducción doméstica, con notas de un profesor anónimo. Compré el libro porque la portada tenía una mancha de humedad con forma de ala.

Attar contaba la peregrinación de los pájaros en busca de su rey, el Simurgh —ese dios-ave que contiene a todos los pájaros, al mismo tiempo espejo y destino—.
No sé por qué lo leí entero aquella noche.
Quizás porque Borges había mencionado alguna vez esa imagen: treinta aves que viajan para descubrir que el rey es el reflejo de su propia unidad.
Lo guardé como se guardan los libros que no se prestan, sin la esperanza de entenderlo del todo.

Por eso, cuando el nombre apareció en la plaza —no dicho por humanos, sino insinuado por las miradas de los animales—, sentí un estremecimiento antiguo.
El Simurgh, pensé.
No puede ser.

No descendió del cielo ni caminó desde la selva. Apareció en el agua del río Guamá, como si el reflejo hubiese recordado algo antes que nosotros. Era un perfil sin contornos precisos, la silueta de un ave que no necesitaba estar allí para estar allí.

No hablé. Nadie habló. Los pingüinos, en cambio, se adelantaron.

—Nos hemos perdido —dijeron—.
El mar dejó de conocernos.

El Simurgh no contestó con sentencia. Esperó. Y cuando habló no nombró culpas, sino una historia.

—Hubo una vez unos monos que sabían conversar con la naturaleza —dijo.

No era metáfora, sino memoria. Vivían en montañas bajas, donde las nubes se detenían a beber. Los árboles no eran sombra ni recurso: eran interlocutores. La lluvia anunciaba su llegada con olores, y los monos respondían con calma; el río no era un depósito de peces, sino una lengua que trazaba caminos.

—Durante generaciones —continuó— el pacto fue sencillo: tomar sin arrancar, escuchar sin interrumpir.

Hasta que llegó un ruido nuevo. No importa si fue herramienta o idea. Los monos empezaron a cortar ramas para fijar la sombra, luego talaron árboles para construir casas, luego bosques enteros para alimentar un futuro abstracto. La naturaleza se retiró un paso. No como castigo, sino como quien se aparta ante un interlocutor que ha decidido hablar solo.

Los monos celebraron el silencio. Creyeron haber vencido. Dejaron de prever las lluvias, no escucharon los desbordes, confundieron las estaciones. Cuando murieron por sequía o deslizamientos culparon al azar.

—Llamaron azar —dijo el Simurgh— a aquello que antes llamaban lenguaje.

No hubo moraleja. La historia quedó flotando sobre el río, como una hoja que no decide hundirse.

El coloquio no tuvo acuerdos, como ocurre siempre en las COP. Los delegados siguieron hablando de “metas”, “transiciones”, “bonos de carbono”, mientras las aves se marchaban.

Los guacamayos dibujaron un arco rojo hacia el oeste.
Los pingüinos retrocedieron hacia el agua, sin saber si buscaban océano o refugio.
Los arañeros regresaron a ramas invisibles.
Los colibríes se deshicieron en el aire como una palabra mal pronunciada.
La arpía se fue sin sombra.

Yo cerré mi cuaderno. No envié la crónica a nadie. En Belém todo volvió a su pulso: calor, humedad, vendedores de açaí, motos, turistas que no vieron nada.

Nadie entendería el reporte.
Y sin embargo, lo único verdadero de aquel congreso fue lo que no figuró en la agenda.

Lo demás —como siempre— era ruido.

*Relato de ficción . 

Avatar de Diego Aretz

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