Ya no hay izquierdas ni derechas / solo hay excusas y pretextos / una retórica maltrecha / para un planeta de ambidextros, canta Rubén Blades en una de sus letras más feroces. Y es difícil no pensar en Colombia cuando uno escucha eso. La frase parece escrita para un país donde el lenguaje político se ha vaciado, donde la ideología se usa más como disfraz que como brújula, y donde la retórica se desgasta mucho antes de llegar a transformar la realidad.
Aquí, cada presidente llega con la promesa de reescribir el país, pero casi todos terminan atrapados en el mismo bucle de relatos rotos. La narrativa no es una simple herramienta de comunicación: es la estructura invisible que da sentido a los esfuerzos colectivos, que le pone dirección al conflicto y horizonte a la convivencia. Sin relato, no hay proyecto; sin proyecto, no hay país.
El gobierno de Petro llegó con una narrativa que por un momento pareció tener fuerza: transformación social, inclusión, justicia histórica. No era una novedad absoluta, pero sí representaba una ruptura con el lenguaje tradicional del poder. Era, al menos, una invitación a nombrar otras realidades. Pero esa narrativa no resistió la complejidad del gobierno. Pronto empezó a cerrarse sobre sí misma, a convertirse en consigna, a defender más la identidad del narrador que la potencia del relato.
El problema no es solo de forma. Cuando el relato se agota, también se agota la política. Las reformas se diluyen, los consensos se vuelven imposibles, las promesas pierden conexión con la realidad. Lo que empezó como un discurso de país terminó pareciéndose demasiado a una épica personal, con enemigos por todas partes, fidelidades exigidas y un horizonte cada vez más abstracto.
A veces me sirve pensar en Moby Dick. En ese capitán que, con la tripulación aún a bordo, decide perseguir una obsesión hasta el naufragio. Esto suena familiar: hay algo en la lógica del poder que se empecina, que confunde el liderazgo con la persecución de un destino individual. Cuando la historia se convierte en ajuste de cuentas, el barco entero queda a la deriva.
Mientras tanto, Colombia sigue esperando una narrativa que no se agote en la revancha ni en la nostalgia. Una que sepa nombrar la desigualdad sin negar la enorme necesidad de desarrollo. Que hable de paz sin la infantilización de un conflicto, sin olvidar los logros del pasado, de otros acuerdos y otros diálogos. Que proponga una transformación que no dependa solo del antagonismo, sino también de la inteligencia, la escucha, la negociación.
Para mí, quizás el error más profundo de Petro es su idea extraña de que el país no ha logrado nada, que en 200 años no ha pasado nada que valga la pena preservar o nombrar. No solo es un error frente a las muchas fuerzas que han detentado el poder, también es una arrogancia injusta con miles de personas de las izquierdas, que empujaron y lograron reformas en distintos momentos de nuestra historia. Desde la Ley 100 impulsada por el movimiento social en salud, hasta las luchas campesinas por la tierra, los sindicatos, los movimientos de mujeres y las conquistas en derechos humanos, hay una historia política que merece ser narrada con más complejidad que la de un país en ruinas.
No se trata de idealizar el relato. Se trata de entender su peso. Un país sin narrativa común es un país donde las instituciones se vacían, donde la ciudadanía se fragmenta, donde los debates se reducen a trincheras y el futuro se vuelve un territorio inhabitable.
Hoy la política colombiana —no solo el gobierno— parece haberse quedado sin lenguaje. O, peor aún, parece hablar un idioma que ya no conecta con nadie fuera de su propia burbuja. Mientras el mundo discute sobre inteligencia artificial, transición energética, nuevos modelos democráticos o justicia climática, aquí seguimos atrapados en una conversación demasiado estrecha, demasiado vieja.
Y el costo de esa desconexión no es solo simbólico. Es tangible, medible. Entre 2018 y 2023, más de 2,8 millones de colombianos salieron del país, según cifras de Migración Colombia. No solo por razones económicas, sino también por una creciente falta de fe en el horizonte político y social. Tan solo en 2023, el número de ciudadanos que solicitaron asilo o migraron a Estados Unidos, España y México batió récords. En el primer semestre de ese año, más de 129.000 colombianos fueron detenidos en la frontera sur de EE. UU., un incremento de más del 1.000 % respecto a 2020.
Colombia es hoy uno de los países latinoamericanos con mayor flujo migratorio hacia el exterior, a pesar de no estar en guerra ni bajo dictadura. Esa es una señal de alarma estructural. La falta de relato colectivo también expulsa.
El daño no es solo simbólico. Cuando un país no puede contarse hacia adelante, pierde confianza, inversión, innovación. Según el Consejo Privado de Competitividad, Colombia invierte apenas el 0,3 % del PIB en ciencia y tecnología, muy por debajo del promedio regional. La inversión extranjera directa ha mostrado señales de desaceleración desde 2022, y los niveles de confianza del consumidor se mantienen en terreno negativo desde hace más de 30 meses consecutivos, según Fedesarrollo.
Los jóvenes se desconectan o se van. El aparato público se vuelve incapaz de convocar. Las ideas se reducen a gestos. Según una encuesta del Observatorio de Juventud del DANE, el 57 % de los jóvenes entre 18 y 28 años no se sienten representados por ningún actor político actual. En ciudades como Bogotá o Cali, más del 60 % de los jóvenes expresan su deseo de migrar si tuvieran la oportunidad.
No hay soluciones mágicas. Pero sí hay algunas tareas urgentes. Y una de ellas es volver a discutir —con rigor, con pluralismo, sin eslóganes— cómo queremos narrarnos. Qué país estamos intentando ser. No basta con administrar lo que queda después de cada crisis: se necesita imaginación cívica. Se necesita, sobre todo, otro tipo de lenguaje.
Porque incluso en Moby Dick, antes del último arponazo, todavía quedaba una pregunta abierta: si era posible cambiar de rumbo.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.