El Caribe ardía. No con el fuego bíblico de la condenación, sino con la calidez espesa del mediodía en Cartagena, donde el sol descascara las fachadas coloniales y la brisa salada trae siempre rumores de antiguos piratas, de historias que nunca murieron del todo. Entre los balcones rebosantes de buganvilias y los gritos de un vendedor de frutas, en una habitación con las cortinas apenas entreabiertas, un hombre que había burlado la muerte aguardaba.
Salman Rushdie, el proscrito, el hereje, el sobreviviente. Había escrito su destino con la furia de un profeta desterrado, y el destino, con su caprichoso sentido del humor, le había respondido con cincuenta cuchilladas en la carne. Cincuenta heridas que podrían haber sido cincuenta epitafios, cincuenta silencios, pero que solo lograron afilar su voz. Ahora estaba aquí, en esta ciudad que entendía de exilios y retornos, listo para hablar.
Había pasado más de tres décadas esquivando sombras, habitando nombres falsos, huyendo del filo de una fatwa que lo persigue con la paciencia de la muerte misma. Y sin embargo, no se calló. No se doblegó. Ni siquiera cuando la muerte lo intentó encontrar en un escenario en Nueva York.
Han pasado dos años desde aquel atentado en Nueva York, y ha tenido tiempo de pensar en muchas cosas: la venganza, el perdón, la inevitabilidad de la muerte. Habla de esto sin dramatismos, con la sobriedad de quien sabe que la tragedia solo es otra forma de narrativa. “Tengo 77 años”, dice, “a esta edad, uno empieza a perder personas”. Paul Auster, Martin Amis, Milan Kundera: nombres que fueron compañeros de ruta y que ahora se han convertido en sombras. La muerte, esa presencia que solía ser abstracta, ahora está más cerca, más palpable. Y, sin embargo, él sigue aquí.
Nació el 19 de junio de 1947 en Bombay, India. Su obra más célebre, Hijos de la medianoche (1981), lo consolidó como una de las voces más influyentes de la literatura contemporánea. Pero fue Los versos satánicos (1988) la novela que cambió su destino. La fatua dictada por Ruhollah Jomeiní en 1989 lo condenó a una vida bajo protección, a décadas de esconderse en la sombra de su propio nombre. A pesar de ello, siguió escribiendo: El suelo bajo sus pies (1999), Shalimar el payaso (2005), Quijote (2019). Siempre con los mismos temas gravitando sobre su obra: identidad, migración, libertad de expresión.
Recuerda que pensó en hablar con su agresor. “Lo consideré, pero era imposible. Estaba en la cárcel y, de todas formas, dudo que me hubiera dicho algo sincero. Lo que obtendría sería una conversación predecible. Pensé que, si lo conociera, me sentiría como uno de mis personajes”.
Esa capacidad de convertir la realidad en ficción ha sido su escudo y su espada. Lo ha usado también para procesar la llegada de Trump al poder. “No es una sorpresa”, dice. “Obviamente, yo no apoyo a este presidente ni a los republicanos, pero realmente es un momento preocupante para Estados Unidos. Es algo que tendremos que enfrentar durante cuatro años más. Una calamidad diaria. Y no solo afecta a Estados Unidos, sino al mundo entero. Además, el Partido Demócrata está desorganizado, sin un liderazgo claro ni una voz fuerte. Urge que alguien asuma ese rol”.
Pero su preocupación va más allá “Es inquietante ver que millones de personas piensan como Trump. Esto no cambiará con una elección. He escrito varias novelas tratando de entender a Estados Unidos, pero no sé si lo he logrado. Como escritor, tengo más preguntas que respuestas. Los políticos tienen muchas respuestas, pero los escritores tenemos preguntas.”
Su visión del mundo está marcada por la pérdida. Lo dice con la misma calma con la que acepta la inevitabilidad de la muerte. “A esta edad, uno empieza a perder personas, a perder la generación con la que creció. Son pérdidas inevitables de amigos queridos”. Pero si bien la muerte es inevitable, la venganza no lo es. “La venganza solo te hace perder el tiempo, consume tus emociones y no permite enfocarlas en algo más. No me interesa la venganza. Me interesa ir más allá de ella. Estoy aquí, tengo trabajo que hacer, tengo una vida por delante”.
Y cuando se le pregunta si diría algo a su agresor, su respuesta es tajante: “No tengo ningún mensaje para él. Lo único que quiero es que se mantenga donde está y que nadie tenga que hablarle nunca más”.
La literatura, como siempre, ha sido su refugio. “Cuando uno es joven, no piensa en la muerte; uno se siente inmortal. Pero reflexionar sobre la muerte desde lo artístico, enfrentarla desde la creatividad, es una manera de procesarla”. Menciona La muerte de Iván Ilich de Tolstói, y la paradoja de la muerte: “No sabemos cuándo llegará, pero sabemos que llegará. Y cuando lo haga, ya no estaremos aquí para hacer algo al respecto”.
La memoria también es un terreno incierto. “No es un registro exacto. Al recordar, también inventamos. Hay una disparidad entre lo que creemos recordar y lo que realmente ocurrió. En mi caso, fue aún más dramático, porque hubo una diferencia notable entre mis recuerdos del ataque y los registros oficiales”.
Un día antes frente a un auditorio con más de 500 personas, escoltado por sombras, y sin temblarle la voz, dice Rushdie: “Las audiencias me salvaron”. Hace un par de años en Nueva York, fueron las personas del público al lanzarse al escenario, las que lo salvaron de ser asesinado por un joven jihadista, sus lectores lo salvaron de un no lector, menuda metáfora.
Y ahora, su escritura ha cambiado. “Antes concebía mis novelas como sinfonías, con una estructura minuciosa, precisa, donde cada pieza encajaba con la siguiente. Hoy, entiendo que la mejor forma de escribir es como el jazz” dejar que las ideas fluyan, improvisar, escuchar el ritmo interno de la historia y seguirlo sin miedo. Quizás ahora piensa que la vida no es un plan ordenado, sino un viaje lleno de cambios, de retornos y de sorpresas.
Recientemente recordaba una anécdota en la guerra de los contra, en Nicaragua, una anécdota que me fascina como periodista, dice entre risas “estando en una cena con Ortega y otros revolucionarios, y al no poder grabar las conversaciones, decidí intentar recordar más de lo que podía y cada media hora iba al baño, a escribir en mi libreta todo lo que habían dicho, esa noche fui al baño muchas veces”.
“Mis libros han intentado capturar el caos”, dice. Los hijos de la medianoche buscaban entender la India a través de la magia y la historia; Los versos satánicos exploraban la identidad, la fe y la migración. En cada página, ha buscado desafiar las fronteras entre lo real y lo imaginario. “Escribimos para dar sentido al mundo”, agrega, “yo sigo intentándolo”.
Salman Rushdie, el hombre que ha sido condenado por imaginar, sigue sentado frente a nosotros. Evade con destreza mi pregunta sobre cómo le cambió el vínculo a las personas luego del ataque sufrido “ahora mi seguridad ha cambiado…” y se queda en silencio. Nos mira con un ojo menos y el cuerpo cosido con cicatrices visibles y no tan visibles, que parecen frases inacabadas. Afuera, Cartagena sigue su danza de siglos, indiferente al peso de la historia que se acomoda frente a nosotros.