Colombia es uno de los países más desiguales del continente. Esa frase ya no sorprende a nadie, pero es en los primeros años de vida donde esa desigualdad se vuelve destino. Según el DANE, más del 40% de los niños menores de seis años viven en condiciones de pobreza multidimensional. En regiones enteras, la política pública de infancia enfrenta desafíos importantes para su implementación, y es precisamente allí donde emergen iniciativas y saberes que favorecen una crianza digna. Entre esos espacios conocí la Fundación Amiguitos Royal, que trabajan en silencio con lo esencial: el cuidado, la formación y el acompañamiento de quienes sostienen la primera infancia en el país.
Lo que hacen allí no es caridad ni asistencia. Es un modelo de intervención directa con madres, padres y cuidadores, que combina formación práctica, herramientas emocionales y propone espacios de capacitación para algunas mamás que manifiestan estar preparadas para la vida productiva. Un modelo que entiende que, si no se fortalece el entorno de los adultos, no hay desarrollo infantil posible. Y que la crianza no puede seguir siendo una carga individual cuando las condiciones estructurales son tan adversas.
Una cifra basta: el 51% de los niños entre 0 y 5 años en Colombia no accede a servicios de atención integral. No es solo que falten jardines. Faltan espacios de apoyo para las madres, redes comunitarias, herramientas mínimas para enfrentar una etapa que, mal acompañada, se convierte en riesgo.
Visité la Fundación una mañana cualquiera, no hay fachada ostentosa. No hace falta, lo que se construye ahí adentro es más importante: un proceso de formación que pone el énfasis donde suele ignorarse —el día a día de las familias. Allí, las mujeres aprenden a enfrentar algo que en los discursos sociales y culturales casi nunca nombran, el desgaste cotidiano, la sobrecarga mental, el agobio de criar sin respaldo.
Los talleres abordan temas concretos: cómo establecer rutinas con los hijos, cómo acompañar procesos de aprendizaje temprano, cómo cuidar de sí mismas. No hay lugar para la retórica del sacrificio materno. Aquí se trata de eficiencia, de resultados. Y los hay: mejoras en el vínculo madre-hijo, aumento en la escolarización temprana y disminución de prácticas de castigo físico.
El país lleva años discutiendo una reforma al sistema de cuidado, pero la conversación sigue estancada en tecnicismos o buenas intenciones. Mientras tanto, la economía del cuidado recae casi exclusivamente sobre las mujeres, sin salario, sin descanso, sin reconocimiento. Según cifras del DANE, las mujeres dedican en promedio más de siete horas diarias al trabajo no remunerado. Y en hogares con niños pequeños, esa cifra puede llegar a diez.
La Fundación no puede resolver esa inequidad estructural, pero funciona como una respuesta concreta que abre posibilidades en medio del vacío institucional. Por cada mujer que pasa por sus programas, se impactan varios frentes para el bienestar de las familias como la salud mental, la crianza y la educación de los hijos. El círculo virtuoso es evidente. El problema es que este tipo de iniciativas aún dependen de voluntades privadas, donaciones, alianzas con empresas. El Estado las ve, a veces, con simpatía. Pero no con la urgencia que requieren.
En una de las sesiones, una mujer me dijo: “Aquí no vine a que me den algo. Vine a aprender”. Esa es la lógica que opera en este tipo de espacios. No paternalismo. No lástima. Formación. Escucha. Proyección. Hay una palabra que escuché varias veces y que resume bien lo que ahí ocurre: “dignidad”.
Lo que se enseña en Amiguitos no es místico ni alternativo. Es práctico, necesario y transformador. Es lo que debería estar en el centro de una política pública seria de atención a la infancia. Que empieza por reconocer que cuidar no es solamente un instinto, sino una capacidad que se puede formar, fortalecer y multiplicar. Pero para eso se necesitan estructuras, recursos, voluntad política.
El actual Plan Nacional de Desarrollo menciona el sistema nacional de cuidado como una prioridad, pero las cifras de inversión en primera infancia no se han movido significativamente en la última década. En 2023, el gasto público por niño menor de cinco años fue de apenas 2.3 millones de pesos anuales —muy por debajo de países con niveles similares de ingreso. Esta baja inversión limita la posibilidad de escalar experiencias exitosas como esta, y con ello, de cerrar brechas desde los primeros años de vida. La consecuencia no es solo injusta: es costosa. Un país que no invierte en la infancia termina pagando con desigualdad perpetuada, bajo desempeño escolar, salud frágil y productividad estancada.
Y, sin embargo, cada historia que se construye en estos espacios demuestra que sí se puede. Que cuando se invierte en el comienzo, se previenen fracturas que más adelante costarían diez veces más. Que la infancia, bien acompañada, no necesita milagros, solo decisión. Porque si un país quiere cambiar de verdad, no empieza por las élites ni por los discursos. Empieza por la infancia. Y por quienes, día tras día, hacen lo posible para que ese comienzo no sea una condena, sino una oportunidad.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.