Hace un par de años, el Nobel de Economía Joseph Stiglitz, en una entrevista que publiqué en el diario El Espectador, me dijo que “Colombia iba por buen camino”. La frase, dicha sin entusiasmo ni dramatismo, sonaba más a constatación institucional que a elogio político. Vista hoy, resulta incluso más reveladora de lo que parecía entonces.

La economía colombiana va bien. Mejor de lo que esperaban los pesimistas, mejor incluso de lo que proyectaban muchos optimistas. El crecimiento del 3,6% del PIB en el tercer trimestre de 2025 —el más alto desde la pandemia— no es un dato menor, ni una casualidad estadística. The Economist ha llegado a señalar que Colombia fue este año la economía con mejor desempeño de América Latina y una de las más dinámicas del mundo. El desempleo está en mínimos históricos, el consumo privado repunta y la cartera vencida del sistema financiero mejora de manera sostenida. Todo esto ocurre, además, en un contexto internacional que dista de ser ideal.

Pero sería un error —uno grave— concluir que este desempeño tiene como gran artífice al gobierno de Gustavo Petro. No porque la economía se haya derrumbado, como algunos auguraban con ligereza, sino precisamente porque ha resistido a pesar de la incertidumbre política, no gracias a ella.

El crecimiento reciente tiene explicaciones bastante más prosaicas: un consumo público elevado, un consumo privado que se recupera tras años débiles, un mercado laboral que formaliza lentamente y sectores como el agro beneficiados por precios internacionales favorables. A eso se suma un contexto monetario internacional que ha favorecido la apreciación del peso y aliviado ciertas presiones financieras. Nada de esto es producto de una estrategia económica novedosa ni de un giro estructural impulsado desde la Casa de Nariño.

Por el contrario, la inversión —especialmente la extranjera— lleva varios años deprimida. Los sectores minero y petrolero, históricamente claves para el país, se han visto golpeados tanto por factores externos como por decisiones internas: mayores impuestos, mensajes ambiguos y una narrativa gubernamental que mira con desconfianza al capital privado. El déficit fiscal, cercano al 6,2% del PIB, es hoy el principal foco de alarma. Y no lo dicen los “mercados”, sino economistas de todas las corrientes y el propio Banco de la República.

Aquí es donde la frase de Stiglitz cobra pleno sentido. Colombia ha ido por buen camino, sobre todo, porque sus instituciones han funcionado. Las cortes, el Congreso y el Banco de la República han logrado contener la creatividad —a veces desbordada— del presidente. Reformas tributarias rechazadas, proyectos recortados, respeto por la autonomía del banco central y una separación de poderes que, con todas sus tensiones, sigue operando. En otras palabras: la economía no se ha salido del carril porque hay barandas institucionales.

Observar esto es muy importante, sobre todo para los extremos políticos. La estabilidad trae ventura, y eso ocurre en todos los ámbitos, no solo en el económico. Los países no progresan desde el sobresalto permanente ni desde la épica del conflicto, sino desde la previsibilidad, la confianza y el respeto por las reglas.

Este periodo también deja un aprendizaje profundo para la izquierda colombiana. No uno menor ni cómodo. Con dos ministros en la cárcel y con la imagen penosa —y dolorosa para el país— de un profesor emérito de economía como el exministro Ricardo Bonilla cubriéndose el rostro mientras es conducido esposado, queda en evidencia que cierto pragmatismo estuvo mal encaminado. Muy mal encaminado.

El pragmatismo que necesita Colombia no es el de la corrupción, no es el de “aceitar” mayorías ni comprar silencios en el Congreso. Ese atajo siempre termina pasando factura, y casi siempre la paga el país entero. El pragmatismo que necesitamos es otro: el de los consensos colectivos, los acuerdos sociales y políticos amplios, los que permiten abordar de manera sostenida problemas reales como la desigualdad persistente o la violencia estructural que aún atraviesa amplias regiones del país.

No es comprando congresistas como se transforma una nación. Es uniendo al país.

Por eso, el ejercicio contrafactual es inevitable: si la economía logró crecer y resistir en medio del ruido, la incertidumbre y los errores políticos, ¿qué podría pasar con un cambio de gobierno que recupere la confianza perdida y entienda que gobernar también es escuchar, concertar y construir sobre lo que ya funciona?

No hay razones serias para atribuir el buen desempeño económico actual a este gobierno. Las bases vienen de antes, de una economía que ya crecía cerca de su potencial y de instituciones que han demostrado resiliencia. Pero sí hay razones para el optimismo hacia adelante. Un relevo político que reduzca la incertidumbre, enfrente con seriedad el déficit fiscal y restablezca un clima favorable a la inversión podría abrir años importantes para la economía colombiana.

Colombia no necesita milagros ni experimentos. Necesita reglas claras, consensos amplios y respeto por las instituciones que, hasta ahora, han sido su mejor política económica. Si Stiglitz tenía razón entonces, puede tenerla aún más ahora.

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