Antes de la ciudad, hubo un paisaje. Antes del concreto, hubo una sabana húmeda y fértil. Y antes de nosotros, estuvieron ellos: los restos del Abra, hallados en Zipaquirá, los más antiguos de Colombia. Hace más de 12.000 años ya caminaban por aquí seres humanos, recolectores y cazadores que aprendieron a vivir con el páramo, con el frío, con las lluvias que nunca se deciden del todo. Cuando celebramos el cumpleaños de Bogotá, en realidad celebramos una cadena larga e interrumpida de presencias humanas. Es un error pensar que todo comenzó con la fundación. El acto de Gonzalo Jiménez de Quesada (que algunos dicen fue un judio sefardie extraviado), fue apenas una interrupción en una historia mucho más antigua.
Es irónico que cada 6 y 7 de agosto se superpongan la fundación de la ciudad y la Batalla de Boyacá. La primera representa el comienzo del poder colonial español en estas tierras; la segunda, el principio de su final. En esa contradicción hay algo profundamente bogotano: somos una ciudad construida sobre capas de contradicción, sobre memorias en conflicto. Una ciudad fundada por un conquistador y libertada por campesinos, por llaneros, por mulatos que probablemente nunca habían pisado la Plaza de Bolívar, pero también por los hijos mestizos de esos españoles, mamados de pagar impuestos injustos. Quizá por eso Bogotá nunca ha terminado de saberse su propio cuento (y nos sigue emputando pagar demasiados impuestos).
Este año algunos decidieron invitar a cancelar la celebración del cumpleaños de la ciudad, como si fuera un acto innecesario y colonial, que ignorancia y que error. Como si una ciudad no necesitara celebrarse a sí misma para creer en su porvenir. Cancelar la fiesta no es un acto de austeridad o sabiduria: es un error profundo de comprensión histórica y emocional. Celebramos porque necesitamos esperanza, porque en medio de la inseguridad, del trancón, de las desigualdades brutales entre el sur y el norte, necesitamos un instante de comunión, una excusa para recordar que este lugar es también una casa.
Y qué casa tan inmensa. Bogotá creció a empujones, con oleadas humanas que llegaron desde todas partes: desde Pasto, desde Bucaramanga, desde la Guajira, desde Venezuela, desde el Putumayo y desde Europa. Hay en esta ciudad acentos y formas de vida que nunca se reconocen en los noticieros. Suena a rap y a carranga, a vallenato y a pasillo, a orquestas filarmónicas, músicas andinas, músicas negras y sigo…. Cada migración fue sembrando una esperanza. Los que vinieron en los años 40 huyendo del machete. Los que llegaron en los 80 buscando empleo. Los que llegaron en los 2000 escapando del abandono estatal. Los que cruzaron la frontera recientemente huyendo del hambre de una revolución fallida.
A todos los acogió Bogotá. Tal vez mal, tal vez tarde, pero los acogió. Y en su forma áspera, burocrática y torpe, la ciudad ha sido generosa. Bogotá produce cerca del 25% del PIB del país. Es motor económico, centro cultural, corazón político. Pero más allá de los datos, es un lugar donde cada día millones de personas se levantan para inventarse el futuro. Eso también merece celebración.
Yo nací aquí (y no me arrepiento nunca). Aunque a veces quiera irme. Aunque a veces me duela. Porque amar esta ciudad, con todas sus grietas, es también una forma de resistencia. Amar algo hoy en nuestro país es la más grande de las revoluciones, con tantas voces invitando a odiar, a destruir, a borrar. Y sin embargo, elegimos quedarnos. O volver. O sembrar.
No lo digo con ingenuidad. Hay cosas muy jodidas. La desigualdad en Bogotá es una topografía: se ve desde cualquier cerro. El transporte público mejora a cuenta gotas y la seguridad es, para muchas mujeres, jóvenes y habitantes de barrios populares, un dolor cotidiano. Pero hay un reto más silencioso, uno del que no hablamos tanto: el reto de querer esta ciudad. De aprender a verla no solo como un lugar de paso o de guerra política, sino como un territorio de afecto. De sembrarla, literalmente, de árboles. De entender que la casa no se abandona porque esté rota. Que el amor también se construye con actos mínimos: recoger una basura que no es nuestra, cuidar un jardín comunal, defender un humedal.
Y sí, también con palabras. Porque la memoria no se hereda, se construye. Y esa construcción necesita poesía. Me acuerdo de *Antepasados*, el poema de Jotamario Arbeláez, que parece escrito para recordarnos que incluso en medio del cemento todavía somos herederos de algo contradictorio y sagrado:
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**Antepasados*
*Jotamario Arbeláez*
Mis antepasados entraron a sangre y fuego en América conquistando y arrasando
Mis antepasados se defendieron con los dientes de esta invasión de bárbaros
Mis antepasados buscaban el oro para cuadrar las arcas de sus monarcas y saciar sus propias sedes
Mis antepasados ocultaron el oro de sus ritos al sol bajo tierra y bajo las aguas
Mis antepasados nos robaron la tierra
Mis antepasados no pudieron recuperarla
Cómo siento en el alma no haber estado en el cuerpo de mis antepasados
¿De parte de cuáles de mis antepasados me pondré contra cuáles?
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Tal vez somos una ciudad que puede volver a mirar el horizonte, tal vez tenemos una oportunidad. Solo necesitamos tiempo, árboles, memoria y voluntad.
Y sobre todo, el deseo de querernos más. De querernos mejor.
Feliz cumpleaños, Bogotá.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.