Hace unos días, Alfonso Gómez Méndez recordó una escena que, contada cuatro décadas después, sigue sonando a ficción macondiana: en pleno incendio del Palacio de Justicia, mientras el humo salía por las ventanas como si el edificio estuviera exhalando su propia agonía, llamó a Gabriel García Márquez para que ayudara a que el presidente Belisario Betancur atendiera la urgencia. Gabo pidió una hora, quizá pensando que en ese lapso la realidad podía dejar de comportarse como un mal cuento. Pasada la hora, la respuesta fue simple y devastadora: “el presidente no controla la situación”.
Belisario, según contaban quienes lo rodeaban, se comprometió a dejar un texto póstumo, unas memorias que aclararían lo que de verdad sucedió. No lo hizo. O esas memorias nunca aparecieron. O nunca existieron. Y aquí estamos, 40 años después, condenados a girar en torno a la misma pregunta, como los Buendía intentando descifrar un destino escrito en sánscrito: ¿qué pasó realmente en ese drama que partió al país en dos?
Muchas cosas se pueden decir, pero hay unas claras. El M-19 se tomó el Palacio en un acto de guerra brutal, sin épica, sin romanticismo, sin heroísmo alguno. Un acto que puso a civiles y magistrados contra la pared, contra el fuego, contra la muerte. No hay nada heroico en usar civiles como escudos, en convertir un tribunal en un teatro de guerra. Y sí, hay voces —hoy instaladas en las más altas esferas del poder— que en privado justifican ese acto. Voces que prefieren olvidar que aquella fue una tragedia, no una gesta.
La respuesta del Ejército fue desproporcionada. Hoy sabemos de hechos atroces cometidos en medio de la retoma; hay investigaciones judiciales que caminan con la lentitud de las estirpes condenadas a cien años de trámites, pero que al menos existen. No entraré en ellas aquí.
Durante años se ha querido instalar la idea de que los militares le propinaron a Belisario un golpe silencioso, tímido, audaz y rastrero. Una especie de conspiración que nunca se confirmó y que él jamás mencionó con claridad. Y como sus memorias nunca aparecieron —cosa extraña en un hombre tan lector y tan cuidadoso de la palabra escrita—, lo único que tenemos es su versión. Me atengo a ella no por credulidad sino porque, al final, muestra una verdad incómoda: el responsable político de la barbarie que se desató fue el presidente.
Belisario tomó decisiones. Y esas decisiones llevaron a un desastre humanitario que todavía nos duele. Quizás permitir la sombra del supuesto golpe militar fue un mecanismo para repartir culpas, para amortiguar el peso moral de lo que ocurrió. Un alivio político, emocional, literario: una coartada. Una que no le impidió dormir, viajar, ni asistir durante años a actos culturales donde se hablaba de paz, de civilización, de la Colombia posible.
Mientras tanto, las víctimas siguen sin saber qué pasó. El país, defraudado de su historia, escucha a cada aniversario una nueva versión, una verdad a medias, una especulación más. Y no hay peor tristeza que esta: que el relato inconcluso del Palacio de Justicia se parezca tanto a las historias de Gabo, donde la verdad se confunde con el mito y donde la memoria colectiva parece escrita por Melquíades, condenada a perderse entre versiones contradictorias y papeles que nadie encuentra.
Cuarenta años después, seguimos atrapados en nuestro propio Macondo: un país donde los muertos no descansan, donde los archivos desaparecen, donde los presidentes prometen libros que nunca escriben y donde los ciudadanos, como los Buendía, caminamos en círculos buscando una verdad que parece siempre a punto de revelarse… pero que nunca llega.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.