Por: David Ernesto Llinás Alfaro*

Hace poco se presentó un nuevo problema (entre los demasiados que ya acumula) en el concurso de méritos organizado por el Consejo Superior de la Judicatura que empezó en 2018. Ha aparecido, en una etapa muy avanzada del concurso, uno de esos vicios que parecen omnipresentes en todo trámite administrativo que guarde relación con ese derecho constitucional que consiste en que cualquier ciudadano puede tener acceso a los cargos públicos. Ese problema se llama exceso ritual, y consiste en negarle un derecho a una persona por una nimiedad, por algo absolutamente insignificante, por un papel sin relevancia y sin entidad. El asunto es que esa bagatela ha supuesto la exclusión de más de 300 personas del concurso de méritos, a quienes, además, en la práctica les exigían cometer un delito para no ser apartados. Vamos por partes.

El concurso de méritos para el acceso a los cargos de jueces y magistrados ha sufrido ya varios tropiezos en los que han intervenido tanto la Corte Constitucional como el Consejo Superior de la Judicatura, y que en resumen han obligado a reiniciarlo estando ya en etapas avanzadas, de tal forma que quienes habían presentado el examen de conocimientos en diciembre de 2018 tuvieron que repetirlo en julio de 2022, casi cuatro años después y con una pandemia en la mitad del camino.

Después de esta última prueba empieza formalmente la tercera fase del concurso, denominada curso de formación judicial (coloquialmente conocida como ‘curso concurso’), y tiene el propósito final de conformar un registro nacional de elegibles para la provisión de los cargos ofrecidos dentro de la Administración de Justicia.

Pues bien, habiendo ya atravesado y superado las dificultades de un examen particularmente duro, en el que no solo se preguntaba Derecho, sino también cultura general y ciencias empírico analíticas, la Unidad de Administración de la Carrera Judicial, que es la dependencia encargada de ‘gerenciar’ el concurso al interior del Consejo Superior de la Judicatura, expidió una resolución (la tristemente famosa CJR23-0061, del 8 de febrero de 2023) en la que se determinó la salida de tantas personas como para requerir un anexo de ocho páginas, márgenes ampliadas, fuente Arial tamaño 5, y 497 aspirantes excluidos, casi todos (337 en total) por una causal muy puntual: la 3.5.

Claramente vino el aluvión de recursos (más técnicamente, solicitudes de revisión de esa decisión, en las que solicitaban su revocatoria), y como consecuencia de ello, de forma generosa, la gerencia del concurso reincorporó a 20 individuos para que continuaran con la tercera fase[1]. El resto quedó en las mismas.

Ahora, esa causal 3.5 establece un absurdo, pues para el momento en que se estaban inscribiendo al concurso de méritos a través de una plataforma denominada ‘Cactus’, los aspirantes debían diligenciar un formulario en el que declarasen, bajo la gravedad de juramento, que no estaban incursos en ninguna causal de inhabilidad o de incompatibilidad, y esta sola circunstancia resulta excesivamente arbitraria (y por eso mismo ilegal e inconstitucional) por varios motivos.

El primero, y más importante, es que la ausencia de causales de inhabilidad y de incompatibilidad es una exigencia que, por disposición legal, se aplica solamente a quienes ya ejerzan como empleados de la Rama Judicial, o a quienes estén a punto de posesionarse como empleados, jueces y magistrados, pero no a quienes todavía están aspirando a ocupar alguno de esos cargos. Efectivamente, el artículo 151 de la Ley Estatutaria de Administración de Justicia (270 de 1996) dispone que el ejercicio de cargos en la Rama Judicial es incompatible con la calidad de comerciante, con el ejercicio del litigio o de cualquier otra profesión, y con el desempeño del ministerio en cualquier culto religioso.

En términos concretos, lo que esto significa es que si yo, como abogado, me inscribo en este o cualquier otro concurso de méritos de la Rama, solamente cuando apruebe todos los exámenes y supere todas las fases de aquel tortuoso trámite debo renunciar al ejercicio del litigio, o al ejercicio de mis actividades comerciales, o de gerencia y fiscalización de sociedades comerciales, o a mi calidad de pastor en una comunidad cristiana de cualquier denominación (solo por poner un par de ejemplos). Si no me separo de esas actividades simplemente no puedo posesionarme como funcionario judicial. Y es allí, en ese momento, que debo declarar bajo juramento que no me encuentro bajo ninguna causal de inhabilidad e incompatibilidad.

Como puede verse, el vigor de esas causales conlleva la prohibición de que un juez o magistrado pueda ganarse la vida en casi cualquier actividad económica que sea distinta a la administración de justicia, dejando a salvo la docencia universitaria siempre que esta no le ocupe más de cinco horas a la semana y bajo la condición de que no afecte el desempeño del despacho judicial. La restricción es muy fuerte, y francamente injusta si se consideran dos cosas: el excesivo caudal de trabajo que tienen a cuestas los funcionarios y empleados de la Rama, y la triste asignación salarial que perciben todos ellos[2].

Pero al margen de la iniquidad ahí están las prohibiciones, y la pregunta que surge de todo aquello es, entonces, la siguiente: ¿es válido que se le exija a quienes apenas están aspirando a convertirse en jueces y magistrados que declaren, bajo la gravedad de juramento, que ellos no están incursos en tales causales? Uno puede traducir esa pregunta a un lenguaje corriente: ¿es justo que se le exija a los aspirantes que renuncien a todas las actividades económicas de las que cifran su subsistencia, para apenas inscribirse a un concurso de méritos? Porque eso es, en efecto, lo que está haciendo el Consejo Superior de la Judicatura: pedirles a todos los aspirantes que juren no ser litigantes, o que no ejercen el comercio, etc., para poder inscribirse al concurso, y luego excluirlos porque no presentaron semejante declaración.

En otras palabras, les están solicitando que dócilmente se queden desempleados y que, de lo contrario, cometan un delito. ¿Por qué el delito? Pues yo no creo que sea necesario profundizar mucho en qué es lo que puede pasarle, bajo el derecho penal, a alguien que diga una falsedad en un documento con relevancia pública, y que lo diga además jurando que es verdad.

Requerir esa declaración es, pues, inconstitucional, ilegal, inmoral, antiético y, como si no bastara con todo ello, ilógico. Pero también parece una trampa deliberadamente fabricada para hacer una especie de filtro, y me explico. Resulta que cuando los aspirantes se inscriben al concurso de méritos lo hacen mediante la referida plataforma Cactus. Es un trámite fácil, porque lo que hay que hacer es seguir unas instrucciones e ir diligenciando unas proformas digitales. Hay un momento dentro de la inscripción en el que la misma aplicación le dice a los aspirantes que al hacer clic y aceptar las condiciones se está declarando, bajo la gravedad de juramento, que no están incursos en las causales de inhabilidad e incompatibilidad. Entonces uno se pregunta: ¿si la misma plataforma obliga a los aspirantes a declarar que no están bajo inhabilidades o incompatibilidades, para qué se exige después que rellenen un documento en PDF que debe decir exactamente la misma cosa?

De hecho, muchos de los aspirantes al concurso del año 2018 venían de inscribirse, en 2017, a otro concurso organizado por la Unidad de Administración de la Carrera Judicial, y en esa oportunidad también pasó lo mismo con el sistema Cactus: al hacer clic se estaba jurando no estar incurso en inhabilidades o incompatibilidades. Si toda esa información reposa en las bases de datos del Consejo Superior de la Judicatura, ¿para qué exigirlas nuevamente? Alguien podría argüir que la declaración juramentada debe estar actualizándose porque si bien en 2017 no se estaba bajo inhabilidad, en 2018 puede que sí. Pero si ese es el caso, se vuelve al tema anterior: esa declaración se debe exigir solo a aquellas personas que vayan a posesionarse como empleados o funcionarios judiciales, y no a los meros aspirantes.

El artículo 84 de la Constitución Política, que guarda relación con el principio de la buena fe, prohíbe que el Estado exija a los particulares, en cualquier trámite administrativo, requisitos y documentos que no estén previstos en la ley. Y el Decreto Ley 19 de 2012, que desarrolla ese artículo, prohíbe exigir a los interesados constancias, documentos o certificaciones que ya reposen en la entidad que dirija el respectivo procedimiento administrativo. Como puede leerse, la Unidad de Administración de la Carrera Judicial está contrariando lo previsto en esas normas, fracturando la buena fe constitucional, y al hacerlo, está negándole un derecho fundamental (al debido proceso administrativo) a los más de 300 concursantes que no han tenido opción diferente que promover acciones de tutela para defenderse de un atropello kafkiano.

Pero la respuesta de la Rama Judicial ha sido, cuando menos, decepcionante. En una circunstancia de estas, los concursantes tienen la posibilidad y el derecho de demandar el acto que los excluye del concurso a través de un proceso ordinario que se ventila en la Jurisdicción Contenciosa Administrativa, pero por mucho que soliciten la suspensión provisional del acto, esos procesos pueden durar varios años y tampoco hay garantías de que se otorguen las medidas de suspensión. Por eso acuden a la acción de tutela, porque es el medio más fácil de tramitar, y porque dadas las circunstancias, no solo es notoria la vulneración de varios derechos fundamentales, sino que el concurso puede terminar y las plazas ofertadas pueden proveerse mientras los jueces ordinarios resuelven las demandas. Hay allí un perjuicio irremediable.

Pero ni el Consejo de Estado ni la Corte Suprema de Justicia están teniendo eso en cuenta y, en formatos preestablecidos, como para zafarse de esos chicharrones, han decidido negar los recursos de amparo porque, según ellos, la justicia ordinaria es operativa y sirve para garantizar esos derechos[3]. Para todos esos concursantes, la justicia que tanto anhelan administrar les resulta esquiva, como si se les deslizara entre las manos, pues están peleando por sus derechos sin obtener respuesta, gritando al vacío y escuchando de vuelta solo el eco tenue y discreto de una reclamación de justicia.

En fin, ojalá este tema sea revisado por la Corte Constitucional y que esta falle considerando los precedentes sobre la materia, que son, a mi juicio, favorables a los demandantes.

Para terminar, creo prudente aclarar que nunca me inscribí al aludido concurso de méritos y, desde ese punto de vista, que me limito a expresar una opinión sobre un asunto de relevancia constitucional que de ninguna manera incide en mi futuro profesional.

 

* Doctor en Derecho, profesor de teoría e historia constitucional y de acciones constitucionales en la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia, y de Responsabilidad Civil y del Estado de la Universidad El Bosque.

Twitter: @davidllinasal

 

 

[1] Ver la Resolución CJR23-0110 del 21 de marzo de 2023, de la Unidad de Administración de Carrera Judicial.

[2] Sobre por qué los salarios de la Rama Judicial son ‘tristes’ se puede escribir otra entrada completa, pero sí se puede anticipar que los jueces y magistrados de tribunales superiores están muy lejos de hacerse ricos con el ejercicio de sus profesiones, y que en muchos casos el salario percibido no corresponde al esfuerzo invertido, que supone la renuncia de esas otras actividades económicas que pueden terminar siendo mucho más lucrativas.

[3] Por ejemplo, Corte Suprema de Justicia, sentencia STC2786-2023, del 23.3.2023, MP. Francisco Ternera B.; Íd., sentencia STC3315-2023, del 12.4.2023, MP. Hilda González Neira.

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