Por: Alejandro Martínez A*
La familia no es un invento humano, ni surgió en la oscuridad de la Edad Media, mucho menos en la modernidad victoriana; sin embargo, en cierto modo, nos inventó a los humanos. Es una organización y una representación que se ha formado y transformado en relación consigo misma y con el entorno que nos hominizó y nos humanizó.
Desde la perspectiva de autores como Yuval Noah Harari y los biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela, así como desde la hipótesis Gaia de James Lovelock, la historia de la humanidad se entrelaza con procesos profundos de interdependencia y evolución. Estos procesos nos llevaron a constituirnos en un cuerpo vivo y colectivo llamado humanidad, que habita otro superorganismo: la Tierra, a la que Lovelock rebautizó como Gaia. Según estas visiones, el planeta es un organismo complejo que ha creado y sostenido las condiciones para la vida.
En este marco, la humanidad no se ve como un parásito o un tumor cancerígeno —una imagen derivada de la voracidad de esta civilización del capital, impulsada por la avaricia y la competencia—, sino como un cohabitante de la Tierra. La especie humana tiene el potencial de actuar en armonía con Gaia, cuidando y respetando los sistemas que hacen posible la vida en nuestro hogar común. Así, las familias se constituyen en organismos vitales de este macrosistema complejo, donde la vida se desarrolló y permitió la habitabilidad humana del planeta.
Sin embargo, esa habitabilidad humana está hoy seriamente amenazada. Nos encontramos en un momento agónico, donde el deterioro ecológico y social nos empuja al borde de la desesperanza. Este estado crítico es a menudo negado o minimizado tanto por los conservadurismos, que ven a la familia como un medio de reproducción de su propia visión rígida de la vida, como por ciertos progresismos, que en nombre de la libertad abrazan el consumo y la individualización. Ambos enfoques, al priorizar al individuo y sus deseos inmediatos, tienden a romper, transponer y desregular los vínculos personales, familiares y sociales, sometiendo las relaciones y las pulsiones personales al mercado; en este sentido ambos comparten la misma deidad y esa deidad está dispuesta a sacrificar millones y millones de especies, cohabitantes y congéneres en el altar del dinero. La civilización colonial, tardomoderna y mercantilizada mata mientras destruye lo que le da la vida y lo transmite por las redes.
El proceso de destrucción de los entornos habitables del planeta exige un cambio radical en nuestra relación con la Tierra y con las generaciones futuras. En este contexto, surge la pregunta sobre quiénes son los sujetos capaces de sostener la vida ante la crisis civilizatoria que nos empuja hacia el cataclismo para la mayoría. Algunas minorías, confiadas en su poder, creen que podrán resguardarse en un “arca” tecnológica y militarizada, ignorando las consecuencias globales del ecocidio.
El segundo gran desafío de la humanidad, junto con la desdemocratización, es preservar la vida y garantizar su propia supervivencia. Sin embargo, la lógica instrumental y el consumo desenfrenado, profundamente arraigados en el núcleo de las relaciones y representaciones sociales de nuestras sociedades, dificultan la construcción de un “nosotros” colectivo capaz de asumir la urgente tarea de sostener lo que aún queda y regenerar lo que todavía es posible.
Gaia ha sido la cuna de la vida en el planeta, mientras que las formas familiares han sido la cuna de la vida humana desde las praderas de África, desde donde se expandió por toda la Tierra. Sin embargo, Gaia no puede dirigir la historia humana. Hoy, la humanidad posee tanto la capacidad de autodestruirse y devastar el entorno que la creó, como la capacidad de sostener y regenerar. Esta misma capacidad encierra la maravillosa posibilidad de redirigir nuestro rumbo hacia la preservación de la vida.
A esta capacidad transformadora, esta posibilidad de reorientar nuestro destino en favor de la vida, la denominamos subjetividad histórica. Según la perspectiva de Hugo Zemelman, este concepto se refiere a la conciencia y la voluntad colectivas necesarias para construir un futuro que sea producto de nuestras decisiones conscientes y no simplemente el resultado de las inercias impuestas por la lógica del capital.
Por ello, las familias, que han desempeñado un papel fundamental como cuna de la vida humana y como generadora de los lazos y vínculos que nos han hominizado y humanizado, puede entenderse hoy como un sujeto otro en la tarea de preservar la vida. Junto con las personas y colectivos que, con voluntad y compromiso, deciden emprender el camino de la sostenibilidad y la regeneración, las familias se convierten en agentes indispensables para construir esperanzas y responsabilidades frente a la crisis y la indiferencia que la alimenta.
Las familias pueden hoy inclinar la balanza en favor de la vida si, desde su más profunda genealogía, asumen el cuidado de la vida como propósito y la sostenibilidad como camino. Este despertar de la subjetividad vital de las familias requiere un esfuerzo enorme de aprendizajes y desaprendizajes, pero puede marcar la diferencia entre caer al abismo o emprender la dura subida hacia un futuro posible. A fin de cuentas, por difícil que sea escalar montañas, tanto la humanidad como la familia han acumulado una larga experiencia en cuidar y recorrer este planeta, atravesando estepas heladas, glaciaciones y dificultades extremas.
Tres características esenciales de lo humano y de lo familiar han sido fundamentales para atravesar las distintas etapas de nuestra historia: la fragilidad, la comunicabilidad y la colectividad. Estas cualidades se forjaron en nuestra relación con el entorno, configurando lo que entendemos por humanidad. Sin embargo, en la actualidad, estas características han sido capturadas, secuestradas y mercantilizadas. La fragilidad, en lugar de ser reconocida como una condición que nos vincula y nos invita al cuidado mutuo, se manifiesta en formas de agresividad, abuso, violencia y guerra. La colectividad, lejos de ser un espacio de solidaridad y acción conjunta, se ha reducido a la ficción de las agregaciones de consumidores. Por su parte, la comunicabilidad ha sido subordinada al dataísmo y a la manipulación mediática, erosionando nuestra capacidad de conversar y construir significados comunes.
Para que la familia pueda emerger como un sujeto vital otro en la sostenibilidad y regeneración de la vida, es imprescindible abordar tanto sus falencias internas como las afectaciones derivadas del contexto y de las múltiples violencias socioecológicas. Esto implica reconstruir su capacidad de comunicación y fortalecer su sentido de colectividad, transformando dinámicas de violencia, abuso, obediencia y obligatoriedad en relaciones fundamentadas en los afectos genuinos, las promesas cumplidas, la solidaridad y la cooperación mutua. Además, es esencial superar el aislamiento, la privatización y el encierro cómplice, fomentando en su lugar la apertura, la participación activa y la colaboración con otros actores comprometidos con la preservación y regeneración de la vida.
Esta familia vital necesita aprender, reflexionar y reescribirse desde una perspectiva que desafíe la banalización impuesta por el capitalismo de las emociones y la esclavitud servil a la voracidad económica del hiperconsumo. Como decía mi madre: “Es necesario estudiar y aprender mucho”. Ella solía recitarnos de memoria los versos del poeta venezolano Elías Calixto Pompa, y en ese vínculo familiar que trasciende la muerte y la ausencia, aún la evocamos, casi escuchando su voz repetir:
“Estudia, y no serás, cuando crecido,
ni el juguete vulgar de las pasiones
ni el esclavo servil de los tiranos.”
*Ashoka Fellow, docente Investigador Universidad Externado de Colombia. Maestría Transdisciplinaria en Sistemas de Vida Sostenible. Pedagogía de la Ternura – Pedagogía de la posibilidad.