
El amor por la bicicleta tiene su conexión más pronta y lejana con nuestros años de infancia. Si montar en bicicleta era un juego de niños, ahora en nuestra vida adulta pensante y cotidiana, pedalear no es sacrificio sino un placer, más aún si se trata de ‘rodar’ por las calles de Bogotá o de cualquier otra ciudad cuyas vías son, al igual que el transporte público, la muestra fidedigna de la teoría Darwiniana, según la cual, solo sobrevive el más fuerte.
Bajo un casco, unas gafas y demás prendas características de los ciclistas urbanos, es común ver rostros alegres y esperanzadores de algo que se escapa o no existe en el resto de actores de la movilidad, a saber, conductores de vehículo particular, taxi, buseta, camión, motocicleta o aquellos apretujados ciudadanos que luchan por un mínimo de espacio vital dentro de un colectivo.
A través de los parabrisas o de las grandes ventanas de salida de emergencia, los ciclistas suelen ser asociados con imágenes difusas relacionadas a su vez con la resignación, el sufrimiento, la escasez económica de los trabajadores de la ‘rusa’ o celadores, cuando no a invasores del espacio asfáltico que le pertenece ‘exclusivamente’ a los vehículos motorizados o, como sucede la mayoría de las veces, sencillamente no son vistos.
Esta ceguera que se ensaya cada día y en cada cruce de semáforo al mejor estilo de José Saramago, impide apreciar el creciente número de ciclistas que todos los días se suman a esa forma alternativa de transportarse a punta de agua, el combustible más barato del mundo, y con un motor potenciado por sendos caballos de fuerza, según la capacidad física de las piernas. Aquella invidencia colectiva desconoce la frágil carrocería de carne y huesos de aquellos pedalistas que son de todos los colores, estratos, profesiones, gustos y tendencias sexuales, pues si hay una actividad democrática es la de andar en cicla; solo se requiere el gusto por hacerlo.
La furia diaria exacerbada por el fallido tráfico vehicular, ignora la alegría que significa escaparse del tumulto, invertir menos tiempo para llegar al trabajo y trabajar con más entusiasmo, gracias a la actividad cardiovascular del pedaleo. El uso de la bicicleta es la felicidad del viento en la cara a pesar de los peligros y el temperamento inestable del clima. Montar en monareta, todoterreno, panadera, eléctrica o semicarrera, es la autonomía de virar el camino, detenerse o bajarse autónomamente cuando es necesario. Rodar sobre dos ruedas es la aventura de sobrevivir en un ambiente hostil soslayando esas rabias matutinas y cancerígenas del transporte cotidiano.
A pesar de su naturaleza silenciosa, delgada y humilde, la bicicleta es hoy por hoy el mejor medio de transporte de las metrópolis europeas y latinas y no un instrumento exclusivamente recreativo del fin de semana y de uso de gente sin futuro.
Por: César Augusto Penagos Collazos
Información y Contacto:
Facebook: @LaSinfoniaDelPedal
Instagram: @La_Sinfonia_Del_Pedal
mail: [email protected]