La Sinfonía del Pedal

Publicado el César Augusto Penagos Collazos

El día que pasé los Andes pedaleando con una pierna

34fronteraEntre los muchos viajes que he hecho en bicicleta, el paso por los Andes ha sido uno de los más épicos y dolorosos. Motivado por las hazañas de los grandes pedalistas colombianos, un día me fui a conquistar el mundo en mi caballito de acero.

Bogotá, 18 de noviembre de 2017. En la soledad de los Andes, mi vida dependía de la potencia de mi pierna derecha, cuyos  músculos, tendones y huesos me halaban heroicamente, tras haber pedaleado casi 180 kilómetros en una sola jornada.

Hacía más de una hora que mi pierna izquierda se dejaba llevar negligentemente sobre el pedal, pues el puñado de analgésicos que había tomado ese jueves en Mendoza, Argentina, poco a poco había empezado a dejar pasar un dolor punzante en mi rodilla izquierda, que empeoraba con el paso de los minutos.

La meta de ese jueves era el caserío Puente del Inca, lugar en el que reposaba el hostal La Vieja Estación, en los Andes. Desde el Puente del Inca al paso aduanero Los Libertadores, la frontera con Chile, sólo había diez kilómetros de carretera, con una inclinación a penas insinuante, que podrían sortear los más novatos aficionados al ciclismo.

vientopuntaesteMi aventura había empezado doce días atrás cuando inicié una travesía quijotesca, cuyo punto de partida era Montevideo (Uruguay), y la meta, Santiago de Chile, algo más de 1.500 kilómetros. Cuál caballero andante, mi mente había sido trastocada por las épicas historias de los grandes ciclistas colombianos.

Sediento de sol, nuevos amigos, aventuras y gigantes que vencer, había aterrizado en Montevideo procedente de Bogotá en la madrugada del domingo 2 de noviembre de 2014. Además del gran entusiasmo, en mis bolsillos llevaba 800 dólares que repartiría en tres partes iguales, uno por cada país (Uruguay, Argentina y Chile).

alejomontevieoEn Montevideo me había hospedado gratuitamente en casa de Alejandro, integrante de la red social de viajeros mochileros o de bajo presupuesto, couchsurfing. El objetivo de esa red es hacer amigos, mientras se conoce el mundo, gracias a la generosidad de quienes tienen un sofá o una cama para ofrecer al viajero.

A pesar de un inesperado temporal de lluvia que se extendió por tres días, con Alejandro paseamos los sitios más icónicos de la capital uruguaya, en nuestras ‘chivas’ como se le apoda a la bicicleta en aquel país austral. Mi terquedad también me había llevado a un viaje de ida y regreso, pasado por agua, a Punta del Este, el balneario más caro de Suramérica.

Por las tierras del entonces presidente ‘Pepe’ Mujica, había trasegado la carretera que a une a Montevideo con Colonia, la Cartagena de aquel país que me acogía con generosidad. Y fue en una pequeña cuesta de esos 177 kilómetros que separan esas dos ciudades, donde había aparecido una punzada en la rótula de mi rodilla izquierda, cuando sumaba 457 kilómetros de aventura ciclística.

sinfonia

¡Che boludo!

Tras el desembarco del BuqueBus que transporta a turistas entre Colonia y Buenos Aires, la capital del tango se descubrió con toda su majestuosidad, engalanada por el azul violáceo de los florecidos jacarandás. En contraste, la punzada en mi rodilla había evolucionado a tal punto que no podía doblar la pierna y por ende me había inhabilitado para montar en bici.

En la tierra de Borges, Quino y Cortázar, había alargado varios días mi estadía a la espera de una mejoría de mi rodilla, tiempo que aproveché para ‘descansar’ y conocer los sitios más emblemáticos de la capital argentina.

humoristasPero al cabo de cuatro días la lesión había empeorado debido a las intensas caminatas. Aquella agridulce realidad me había convencido a tomar un bus de Buenos Aires a Mendoza, con el objetivo de aprovechar mis últimas fuerzas para atravesar los Andes en bici, pues esa ‘hazaña’ era la ‘cereza’ de mi aventura.

El viaje de 16 horas en bus por la pampa, me había ahorrado mil kilómetros de recorrido en cicla, dándome la oportunidad de reposar un día más en la casa de una couchsurfer de Mendoza, la capital del vino.

El Equipaje

publicacioncaleraMi equipaje no era más que un diminuto camelback en el que llevaba la carga para veinte días: uniforme de ciclismo, cámara fotográfica, seis cds de la Orquesta Filarmónica de Bogotá (presentes para mis hosters y amigos), un pequeño desodorante, un frasquito de perfume, bloqueador, cepillo de dientes, crema dental pequeña, máquina de afeitar, jabón de motel y diez geles energizantes.

La ropa de paisano fue la misma en todo el viaje: bufanda de colores rojos y anaranjados, buzo negro, pantalón vino tinto, medias negras y zapatillas en cuyas suelas iban incrustadas las calas que se ajustan en los pedales y que luego permiten caminar como si fueran zapatos normales.

Una sola pierna

alturaaconcaguaEse jueves 13 de noviembre, bajo un sol intenso, mientras mi mente había renunciado mil veces, mi cuerpo seguía luchando contra el dolor y el viento, a tan sólo 14 kilómetros del Puente del Inca. De reojo contemplaba el Aconcagua, uno de los pocos testigos de mi abatimiento. Su altura, sus colores azulados, su fina nieve, se convirtieron en el tótem al que le rendía culto con mi dolor.

Enfocado sólo en ese instante encontré la recompensa de la ‘línea de meta’, donde cautelosamente apoyé el pie izquierdo sobre la tierra. Tras 193 kilómetros y casi 12 horas de viaje por una carretera serpentina e inclinada, quería beber, comer y hablar. Me sentía tan devastado cual mítico Caballero de la Triste Figura que arremetió contra los molinos de viento en un lugar de la Mancha.

Al siguiente día, gran trabajo me tomó bajarme de uno de los camarotes del hostal La Vieja Estación y, caminar hasta el baño; la rodilla estaba semiparalizada y regordeta. En contraste, el sol de la mañana iluminaba esa gran belleza natural llamada Puente del Inca, una formación rocosa donde había estado Charles Darwin a finales del siglo XIX.

Ese viernes de cielo azul, en contra de toda lógica, inicié el triste pedaleo con la pierna izquierda descolgaba, resuelto a llegar al paso internacional Los Libertadores, ubicado a 3200 metros sobre el nivel del mar, no sin antes desviar unos cuantos metros y arrastrar la bici para ir al encuentro con una de las caras del Aconcagua.

fototravesiaFrente al monte más alto del hemisferio, tuve el presentimiento de lo sagrado, donde sólo había espacio para la contemplación y la conexión con lo eterno. Un chillido de pájaros, el salto de los conejos y el espejo de agua donde el centinela de piedra (el Aconcagua) se mira sus cabellos blancos, son los detalles detrás de  escena de una bella fotografía de aquel viaje.

Del lado chileno

francyTres horas después llegaba moribundo al puesto de la aduana, donde estamparon en mi pasaporte el sello de ingreso al vecino país. Luego del largo descenso de los Caracoles, tramo en el que un ventarrón me obligó a seguir pedaleando, llegó mi anunciada renuncia. La terquedad había terminado, tras la acumulación de 700 kilómetros de pedaleo.

En sí era poco kilometraje en comparación con los 1.500 que había trazado desde la comodidad de mi oficina en Bogotá y, a la vez, era mucho para alguien que su máxima hazaña había sido recorrer 520 kilómetros en cuatro días, seis meses atrás.

Gracias a la gentileza de un minero que me llevó en su camioneta hasta la terminal del pueblo Los Andes, cumplí la cita que había pactado con una amiga colombiana en Santiago de Chile. En la noche de ese viernes 14 de noviembre de 2014, mi buena compatriota me premió con champaña rosada, cual ganador del Tour de Francia.

Los dólares restantes de mi travesía se esfumaron como por arte de magia en tierras chilenas, llevándome a una escasez tan atónita, que justo antes de tomar el vuelo de regreso a Colombia, mi buena amiga tuvo que financiarme el pasaje de bus al aeropuerto y el café de la despedida.

Al cabo de tres meses, no sólo volví a montar en mi bici y emprendí nuevas y más arriesgas aventuras, sino que por un inexplicable magnetismo cósmico, la fisioterapeuta que me curó la tendinitis rotuliana que había amargado mi paso por los Andes, también curó mi corazón y se convirtió en la Dorotea de mis días.

Por: César Augusto Penagos Collazos

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