La política del sentido común es una idea que aparece con frecuencia en lo que el presidente Trump dice, pero que no aplica con sus decisiones lanzadas sin fórmula de juicio y generalmente cargadas de mentiras o inexactitudes que no resisten un mínimo análisis, explicables como caprichos suyos, y lo hace con la majestad imperial de un yo que, sin fórmula de juicio, simplemente ordena como si fuera un viejo emperador romano y no el presidente de la mayor democracia del mundo. Un comportamiento que riñe con el sentido común que él y su
vicepresidente pregonan a los cuatro vientos. Constituyen una burla a lo que significa el sentido común.
En estos riscos andinos se oye en boca de nuestro presidente Petro, declaraciones con un tono similar a las de Trump. Ambos gobernantes se parecen en su personalidad y megalomanía, pero Petro no tiene el poder del norteamericano, aunque pretende, con sus aires mesiánicos, que comparten, gobernar tuiteando sus odios y su predica sobre lo divino y lo humano. La diferencia es que los caprichos de Trump se vuelven decisiones, ante la impotencia de una oposición demócrata debilitada y paralizada y un poder judicial que empieza a enfrentarlo, y que el trata de desconocer, al sostener montado en su soberbia, que la obligación de la justicia, de los jueces, es estar del lado de sus caprichos y arbitrariedades, sin chistar.
Lo claro de Trump es que su alma, su interés como gobernante es la del hombre de negocios que siempre ha sido y que necesita poner al gobierno y diría que al Estado, al servicio de los intereses económicos de la plutocracia norteamericana, dentro y fuera de los Estados Unidos. Para él, el mundo es un escenario para hacer negocios y el poder del Estado, reducido al mínimo, debe estar
al servicio de esos intereses.

Su asesor extraoficial es Elon Musk, el hombre más rico del mundo,
convertido en el valido de un autócrata contemporáneo, copia de los que actuaron en los tiempos premodernos y precapitalistas. Las relaciones internacionales norteamericanas quedaron reducidas a un sórdido negocio, a la sombra de un revólver montado por el más poderoso que,
con chantajes, impone sus condiciones. Detrás de él, están con la boca abierta, los
norteamericanos superricos y codiciosos, libres de los controles de antaño, para sentarse en el banquete que les ha preparado su compadre Trump. Los conflictos con Rusia, son con Putin y sus amigotes, que buscan cuidar sus territorios para hacer negocios, como en los buenos tiempos prerrevolucionarios. Trump por su lado, se cree al mando de unos Estados Unidos como los de hace medio siglo, por entonces jóvenes y vigorosos, en tiempos de la plena expansión del mundo
occidental, donde confrontaba económica y políticamente a una Europa dividida y debilitada por las dos guerras mundiales, fundamentalmente europeas, y por la pérdida de sus colonias en África, Oriente y el mundo árabe. Ambos gobernantes son nostálgicos de un poder que ya no tiene la fuerza de ayer.
Y mientras tanto, Petro destila frustración y odio social, como se le vio esta semana en su manifestación en la Plaza de Bolívar; un Petro ofuscado porque el tiempo se le acaba y no logró encarrilar el cambio que tanto predicó y que Colombia reclama. Mientras que a sus palabras encendidas se las lleva el viento, a los colombianos nos queda por realizar la tarea pendiente de la transformación nacional, para usar la olvidada pero vigente expresión de Lleras Restrepo;
expresión llena de contenido y de compromiso con el país.

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