La pluma del águila

Publicado el laplumadelaguila

Chinatown en New York

Un símbolo emblemático de Nueva York es su barrio chino. Allí confluyen afanados turistas que buscan la infinidad de ofertas de sus comerciantes de mirada oblicua y escaso vocabulario inglés. Para ellos acaso solo exista la opción de comprar a precio de baratija, las imitaciones de carteras de los grandes diseñadores, los juguetes, los aparatos electrónicos, los llaveros y demás suvenires propios para el visitante ocasional. Pero Chinatown es más que una ciudad dentro de la isla. Es en sí misma una isla autónoma que se codea con el distrito financiero, con el distrito histórico del puerto, con el Soho y la Pequeña Italia, sin inmutarse.

Entre sus calles, estos inmigrantes asiáticos, chinos en su mayoría, han caminado de generación en generación desde finales de siglo XIX, cuando los primeros aventureros llegaron en busca de trabajo, soñando con un regreso que ya no será posible.

Ahora el rostro de las calles alrededor de Canal Street, Baxter, Mott, Bowery; se ha transformado de tal manera, que escasamente la escritura inglesa se hace visible entre la maraña de letreros, de jeroglíficos incomprensibles para el americano, que anuncian los negocios de toda índole del populoso barrio.

Bancos de chinos para chinos, centros de acupuntura, masajes y reflexología; carnicerías, pescaderías, dulcerías, panaderías, fábricas artesanales de dumplings, de noodles; anticuarios, almacenes de ropa, peluquerías, farmacias herboristas; atienden a una clientela que por sí sola sostiene su propia economía y da empleo a los más de 150.000 habitantes concentrados en esa zona.

La variedad de la oferta surge de una cultura que aprendió de la escasez, logrando transformar los sabores y haciendo uso de partes de alimentos que otras sociedades desechan. Por eso se puede encontrar en una carnicería china, patas de pato deshuesadas, tendones frescos, sangre cocida, y toda clase de opciones gastronómicas para preparar mezclas dulces, saladas, agrias o picantes; valiéndose de las partes externas o internas de un animal o vegetal.

Tantos pescados y mariscos ofrecidos en una carta, asombran. Todo tipo de cangrejos, moluscos, animales de caparazón, camarones de todos los tamaños, almejas, calamares, ostiones alargados en forma de dedos, un verdadero parque de diversiones para el paladar.
Los aromas perfuman la comida, embriagándola de jengibre, ajo, cebolla, anís, menta, y los colores salpican el plato donde el verde y el rojo se resaltan a veces hasta la estridencia.

Hay una estética muy particular de lo chino que se refleja en los mostradores de los restaurantes donde los patos, las gallinas, las patas de cerdo, el tocino; oscilan con el brillo aceitoso de su piel desnuda tras de los vidrios.

Los chinos han endulzado la vida desde siempre, disecando las frutas con especias exóticas que hacen necesario apenas un fragmento para dejar un sabor y un aroma que la memoria conserva en sus archivos. Un dulce de limón al jengibre, una tajada de mango deshidratada, la cáscara de un limón confitada con licor; reviven con la sola mirada, la memoria del gusto y del olfato, la textura de un hallazgo que esta cultura milenaria ha sabido explorar y conservar.

Pomas, mandarinas, naranjas, cerezas, piñas, duraznos, uvas, manzanas, aceitunas, piel de naranja, de limón, de mandarina, nueces tostadas acarameladas; sirven de base para teñir de sabores nuevos, el panorama de la oferta de dulces que se exhiben en pequeños trozos, dentro de frascos de vidrio que invitan a sumergirse en ellos.

Todo puede ser disecado y combinado para dar sabor y conservar lo efímero. Por eso, es posible encontrar diminutos emparedados hechos con lonjas de pescado deshidratado, rellenos de ajonjolí; dátiles mentolados, frijoles secos tostados y bañados en Wasabe, (esa preparación de color verde que hace que el rábano recorra con su picante el territorio de la nariz), pepinos de mar, pescado seco con chili, pulpo, camarón.

Todo tiene su estilo, hasta las plantas exhibidas en pequeños materos que encierran siglos de sabiduría en el arte de aprisionar las raíces, como pies de bailarinas que extienden el follaje de sus brazos haciendo de cada centímetro una síntesis del tiempo. Las ramas de los bambúes, por ejemplo; no sólo sirven para complementar la dieta de los vegetales que habitan el plato chino, sino también para dar cuenta de los caprichos que puede tener quien las moldea, para que crezcan haciendo círculos, elipses, rombos, corazones y cuantas formas sueñe el jardinero.

Hasta los almacenes dedicados a la venta de pequeños objetos para turistas, tienen su personalidad y su colorido en objetos tan propios como las máscaras, los abanicos, los móviles de porcelana decorados con metales brillantes, los dijes de piedras, las lámparas de papel, las pantuflas de flores con lentejuelas, los cojines bordados, las bufandas, los chalecos decorados, la ropa infantil diseñada para vestir de chinitos a los chinitos, los sombreros de mandarín con su trenza acrílica, las bolas chinas, los calendarios en terciopelo rojo con adornos dorados, los paraguas de papiro, las figuras de bronce, de cobre y de hierro; que conviven con los robots de plástico, las postales del Empire State y las camisetas de I LOVE N.Y.

Como en una feria, están a la vista todos los objetos que ocupan, no solo el almacén, sino también las aceras, haciendo que al medio día el tránsito peatonal registre congestiones dignas de cualquier autopista. Al final de la tarde, el barrio empieza a recogerse a sí mismo, vuelven a sus estantes los objetos, se cierran las cortinas de hierro y queda la acera como depósito de las bolsas de basura, de los papeles, de los despojos.

En la noche el barrio adquiere otro ritmo. Solo los restaurantes permanecen abiertos y quedan las señoras chinas departiendo con sus amigas, contando historias para tomar el té; los jubilados en las esquinas, los muchachos que juegan al billar. Unos cuantos rostros permanecen incólumes. Guardan los misterios de sus largas noches como protagonistas de secretas mafias, que nadan en el silencio de su historia; como los peces en las vitrinas de los acuarios, que saben que irremediablemente van a morir.

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