La escritura del crimen

Publicado el Miguel Mendoza Luna

LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES

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“Pandemia de violencia sexual contra las mujeres en Sudáfrica”; titulares internacionales o locales sobre ataques con ácido o relacionados con violaciones; nuevos expedientes de homicidios cometidos por esposos o novios. En suma, asistimos a un siniestro panorama que reitera, día tras día, los tentáculos de la agresión contra las mujeres.

De acuerdo a los informes que se suelen presentar en todos estos casos, se repite el dato de la crueldad extrema contra la víctima (la muerte es consecuencia de una brutal golpiza o de un sádico ataque con arma blanca, etc.); y también la desfeminización, término que define la anulación brutal de la identidad física y sexual de la agredida (ataque con ácido, mutilación, etc.), reflejo de la necesidad del atacante de eliminar por completo el estatus corporal y existencial de la mujer. No solo la asesina, sino que además denigra su cuerpo.

La larga tradición de crímenes cometidos contra la mujer en todo el mundo y también en Colombia, por fin se pone en tela de juicio mediática y en algunos sectores ha despertado voces de protesta y de llamado al cambio. Las mujeres se han unido para denunciar y decir “no más”. Pero todavía falta un giro social que permita extirpar absurdas creencias y valores acerca de la mujer como objeto.

En la obra Otelo (1604), de William Shakespeare, su protagonista delira gradualmente convencido de la infidelidad de su pareja, Desdémona. Yago, resentido amigo de Otelo, le ha hecho creer que en efecto su pareja le traiciona. Finalmente, Otelo asesina a la mujer, erigiendo así su paranoica y absurda retaliación (recordemos que lo que más preocupa a Otelo, durante la instigación de Yago, es la pérdida de su honor). El efecto dramático que logra la historia se acrecienta debido a la inocencia de Desdémona.

Mucho más allá de la magnitud literaria de esta pieza teatral, resulta necesario afirmar con contundencia que si acaso Desdémona fuese en realidad infiel o deseara abandonar a su pareja por sus posesivos celos o porque sencillamente se cansó de él, dichas acciones no le darían NINGÚN DERECHO a Otelo de asesinarla. No existe motivo alguno que justifique el maltrato contra la pareja. Los  motivos culturales que animan al maltrato –y que erróneamente nos  llevan a pensar: “ya que otros lo han hecho antes por cientos de años, así debe ser”- tampoco deben aceptarse como justificaciones para tales violencias.

La idea del honor masculino basado en la posesión sexual de la mujer o incluso en el control de su virginidad (Otelo, al asesinar a su pareja, pretende re-instaurar su honra ante el mundo: la vergüenza frente a los demás hombres le resulta más incomoda que incluso la presumible consumación de la traición), es un absurdo cultural, núcleo de miles de homicidios pasionales.

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En la mayoría de casos de uxoricidio (asesinato de la pareja conyugal) cometidos por hombres, absurdamente los agresores señalan a la mujer como la responsable de su ira. La ultraviolencia que se reconoce en estos casos evidencia, además del odio posesivo contra la mujer, la noción del atacante de que la víctima es un vil objeto que “si no es suyo, no será de nadie”. Esta misma idea, bajo diferentes matices, lamentablemente también subyace en varios aspectos de nuestra cultura.

En el lenguaje cotidiano de muchos hombres colombianos se denota una marcada necesidad de señalar posesión (“mi mujer”); en el inconsciente colectivo, con patetismo, flota la idea de que ciertos actos cometidos por la mujer deben ser castigados o que generan comportamientos trasgresores que incitan a la violencia sexual (su forma de vestir, su actitud corporal hacia los hombres, etc.). De padres a hijos, de hogares patriarcales a las nuevas generaciones, se sigue transmitiendo el presumible valor de inferioridad y de servilismo de la mujer.

La infidelidad masculina, pelear físicamente por la posesión de una novia e incluso populares ideas del tipo “los hombres en la cocina…”, son actos percibidos y celebrados como jerárquicos y necesarios para definir el rol de “macho”. Por el contrario, si un hombre es fiel o realiza tareas tradicionalmente encargadas a la mujer, puede convertirse en materia de burla, en centro de chistes que señalan su presumible inferioridad y “falta de pantalones”.

Nos escandalizamos del sometimiento de la mujer en países orientales, pero en el nuestro la situación no es alentadora. Las estadísticas locales de maltrato contra las mujeres son aún más escabrosas. La asimetría social de los sexos permanece y aún implica un poder jerárquico de los hombres sobre las mujeres, incluso en ambientes laborales.

La publicidad más ultramoderna no ayuda mucho, reitera la imagen de la mujer como objeto (un comercial de un desodorante masculino incluso la equipara a un grupo de sumisos animales; otros la relegan eternamente al rol de ama de casa obligada a limpiar y cocinar). La constante sobre-exposición del cuerpo femenino como territorio de deseo, es otro de los datos que consumimos a diario y que configuran simbólicamente la imagen de la mujer cosificada.

Frente a este desalentador panorama, por fortuna muchas mujeres han roto tales esquemas; diferentes sectores encabezados por mujeres, con algunos hombres sumados a la causa, se han levantado para denunciar, protestar y educar. Diversas organizaciones en todo el país luchan valientemente contra tales violencias. Algunas campañas publicitarias invitan a los hombres a reflexionar sobre su agresividad y su forma de ver a las mujeres. Algunos hombres y también muchas mujeres han roto con la tradición machista al comprender que la cultura patriarcal se equivocó en sus configuraciones de poder social. Muchos y muchas han cambiado su lenguaje y también sus formas de relación medieval, las cuales sometían a la mujer como objeto de un contrato servil.

En los llamados crímenes pasionales, desafortunadamente también salta a la vista que muchas veces las víctimas han permitido un gradual abuso por parte de sus compañeros. No es hora de juzgarlas, en estos casos el único villano, como en Otelo,  es el agresor, pero no obstante debemos señalar que las mujeres que aceptan en silencio el maltrato deben replantear su esquema de valores, su nivel de autoestima, e incluso deben pedir ayuda psicológica o legal para superar la situación de maltrato antes de que sea tarde.

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Además de estar atentos a signos de agresión contra la mujer en personas de nuestro entorno (familia, trabajo, escuela, etc.), de nuestro deber de reinventarnos en las nociones genéricas de respeto, es urgente educar a las nuevas generaciones en valores de igualdad, donde el mensaje central debe ser que las mujeres no son una propiedad.

Los hombres que aún no saben amar a las mujeres (ya sea a través de la agresión, del machismo, de la exclusión, de la sobreprotección cosificadora, de la sexualización abusiva, etc.), además de reiterar una equivocada tradición, no han comprendido que las relaciones humanas no se basan en el dominio, mucho menos en la posesión. Tal vez, ellos se odian a sí mismos por su incapacidad de amar, por temor a aceptar su vulnerabilidad, por sucumbir al demonio de su propia inseguridad. En relación con los celos, leemos en Otelo: “Son los celos un monstruo engendrado y nacido de sí mismo”.

Por ahora, desafortunadamente, estos hombres no son una especie en vía de extinción, pero su época ha llegado a su fin.

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