Uno puede ser del parecer de los que creen que Colombia es un país independiente. Pero tal opinión refleja un punto de vista del siglo XIX y no del XXI. Es cierto que Colombia tiene un estado soberano, que cuenta con su propio ejercito y territorio, y que si algún otro país quisiera invadirnos debería comunicarle su intención a nuestro gobierno. Pero Colombia no es un lugar geográfico con un brazo armado para defenderlo. Colombia es su gente, es todo ese conjunto de ciudadanos que vivimos en el campo o en las ciudades, dentro o fuera del país. Colombia somos una nación, un capital humano, no un paisaje. Pero no un capital humano en el sentido de la productividad económica de los liberales del siglo XX (que vienen a ser los neo-conservadores o neo-liberales del siglo XXI). Sino un capital humano en el sentido de una productividad cultural. Y mientras no nos organicemos de una forma que podamos exaltar ese capital humano, el país no será independiente: tendremos una movilidad social esclerótica, elogiaremos el civismo de otros países, pondremos en pedestal la opinión de los extranjeros, nuestros doctores e ingenieros tendrán que formarse afuera, seduciremos sin dignidad el capital foráneo y viviremos de explotar nuestra naturaleza (porque el capital humano simplemente no da).
No se trata pues de izar banderas y agitarse repitiendo con euforia «Colombia es Pasión«, sino todo lo contrario: que la exaltación surja orgánicamente, sin sentir la necesidad de alinearse a una causa común. Para entender el fenómeno de desaprovechamiento del capital humano basta con observarlo en Europa.
Después de la segunda guerra mundial, la falta de mano de obra obligó a varios países europeos a promover una política de inmigración de trabajadores temporales. Como cuando las empresas deciden tener nóminas temporales, lo que se busca es que la gente que esta contribuyendo a la productividad no entre a compartir del bienestar social constituido. En una hoja de balance: lo que se ahorra en prestaciones sociales aparece ahora como un excedente. En la administración de una empresa este fenómeno no es intrínsecamente nocivo, pero sí lo es cuando se trata de una política estatal: los trabajadores temporales se convierten de hecho en residentes permanentes y así se generan dos clases de ciudadanos, los que están plenamente absorbidos en el sistema de bienestar social y los que no. Los unos son caros y educados, usan su criterio, tienen orgullo y gozan de buena salud; los otros son baratos, vulnerables, dóciles y desechables. Los unos producen cultura, los otros son dominados. Nace así una dinámica auto-suficiente que agrava el problema: unos, por sus cualidades, merecen; los otros, por sus defectos, no.
¿Que tiene esto que ver con Colombia, es decir con su gente? Desde que existe nuestro país, siempre hemos tenido esa dinámica de trabajadores caros de un lado y los baratos del otro. No poder meter a todos en el mismo bienestar ha sido un gran desperdicio de capital humano. Nos aprovechan mejor en otros países que en el nuestro. ¿Acaso porque allá si hay dinero pero acá no? Falso. Aunque por acá todo este aún por hacer, es nuestro orden social el que esta mal, el que hace que nos desperdiciemos, desangremos y odiemos. No es nuestra cultura, ni nuestros genes: allá recogemos las cosechas, trabajamos incansablemente en las cocinas de las grandes ciudades, hacemos la producción competitiva. Lo mismo sucede con nuestros científicos y artistas: deben buscar espacio en otros países porque acá el poco mercado que hay es minúsculo (y ya saturado).
La política del «sálvase quien pueda» que compartimos con Estados Unidos, donde no hay un gran bienestar social garantizado por el Estado que diferencie a las personas en función de si pertenecen a él o no, les sirve a ellos porque comparten su abundancia (aunque ahora sea a punta de crédito y su sistema ya este mostrando síntomas de desgaste). Pero en Colombia no se comparte la abundancia como para hacer ese mismo «sálvese quien pueda» funcional.
¿Que tiene esto acaso que ver con las drogas? Desafortunadamente mucho. Encontrar un orden social que aproveche el capital humano fue justamente la razón de nuestra Constitución de 1991. Pero tal cambio no sucedió. Es el dinero del narcotráfico, y no un tropicalismo tercermundista, el elemento que le ha permitido al estatus quo colombiano con su violencia, su corrupción y su zozobra permanecer inmóvil en los últimos treinta años.
La Constitución, la Paz y las drogas
«Aquellos que pueden ceder la libertad esencial para obtener un poco de seguridad temporal, no merecen ni la libertad ni la seguridad» -Benjamin Franklin
En el momento en el que se redactó la Constitución de 1991, el prohibicionismo ya había ocasionado grandes estragos en nuestra sociedad: la década de los ochenta estuvo salpicada de sangre a raíz de la cantidad de atentados terroristas perpetrados por los narcotraficantes. Ayudó en gran medida a esta horrible ola de violencia el que se empezara a discutir la idea de la extradición [1]. Idea que esta plasmada en la Convención sobre el tráfico ilícito de Narcóticos y Psicotrópicos de 1988 de la ONU, tratado cuyo único objetivo fue escalar la militarización de la política internacional de control de estupefacientes; y que a Colombia no le tembló la mano a la hora de firmarlo. Condenándose a décadas más de la peor violencia. Decidimos subvencionar el crimen organizado y poner nuestro ejército para garantizarles un monopolio.
Hicimos caso omiso de las advertencias que nos indicaban lo nocivo que era el prohibicionismo y seguimos ciegamente la idea progresista según la cual era posible alcanzar un mundo libre de drogas y que para ello lo único que se requería era un poco de empeño. Sin duda nos animaba una idea igual de cándida que explica el narcotráfico como una consecuencia de una sociedad con problemas: pensarán que si establecemos unas reglas correctas de juego, la sociedad ya no producirá drogas. Afirmarán que una sociedad funcional produce cigarrillos y recauda fondos de las destilerías pero no comercia ni coca ni cannabis [2].
En fin, los colombianos somos obtusos y nos negamos a entender dos cosas: que el consumo de drogas no representa una amenaza apocalíptica para la sociedad y que la prohibición de las drogas nos impide alcanzar la paz. No importa que nos muestren todos los días cómo la sociedad civil se encuentra encerrada y aterrorizada de un lado por las narcotraficantes de extrema derecha, que han capturado los poderes locales, y por el otro por los narcotraficantes de la extrema izquierda, que han minado la descentralización. No, es que repito, creemos que el narcotráfico desaparecerá por arte de birlibirloque una vez nos merezcamos la paz. Preferimos vivir aterrorizados por los narcotráficantes que con la responsabilidad de asumir el consumo de drogas [3].
Y así, nos pasamos nuestros días añorando que algún día la solución de este problema llegue desde afuera, porque nosotros no podemos solucionarlo. Hasta los más liberales recomiendan que sean los países industrializados los que empiecen legalizando la droga, mientras nosotros nos seguimos matando esperando a que ellos tomen la decisión. Para ellos nuestro pueblo no es soberano, no puede tomar la iniciativa por el mismo. Y es que además nuestro sector exportador es adicta a la guerra contra las drogas [4].
Otros nos advierten que igual si Colombia regula el consumo de drogas unilateralmente, no serviría de nada pues igual los gringos seguirán consumiendo. El hecho que ahora haya un mercado interno que financia a las grupos armados ilegales [5] solo lo nombramos para criticar la medida de la Corte Constitucional de permitir la dosis personal, pero nunca para admitir que puede tener beneficios la legalización en el país (tales como parar esa fuente de ingresos de las mafias).
Pero cambiar de sistema de control de drogas no es necesario porque así podremos combatir las organizaciones criminales, lo es porque es la mejor política para regular el consumo
¿Qué puede entonces hacer Colombia?
La sociedad civil como único medio para lograr el cambio.
«Tenemos las siguientes verdades por evidentes en sí mismas: todos los hombres son creados iguales; que su creador les ha otorgado derechos inherentes e inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres gobiernos cuyos poderes legítimos emanan del consentimiento de los gobernados; que cuando una forma cualquiera de gobierno pone en peligro esos fines, el pueblo tiene derecho a alterarla o abolirla y a instituir nuevo gobierno, fundamentándolo en los principios, y organizando sus poderes en la forma que, a su juicio, le ofrezcan más posibilidades de alcanzar su seguridad y felicidad» -Thomas Jefferson.
Aunque a la Corte Constitucional le dé por declarar que “la prohibición del porte y consumo de sustancias estupefacientes o sicotrópicas, salvo prescripción médica, no es restrictivo del derecho fundamental de la libertad y la autonomía personal”, la gente de facto seguirá consumiendo y exactamente en las mismas proporciones [6]. Probablemente el único efecto que tenga la sentencia es que el sistema judicial se vea entorpecido por la cantidad de casos que tendrá que evacuar y las cárceles estarán aún más llenas. Pero los que quieran fumar porro lo seguirán haciendo, los quieran compartir una pastilla lo seguirán haciendo. Como sucede en todas partes el mundo.
Los verdaderos problemas que vienen del consumo de drogas son dos: uno, que este terminé financiando a los grupos armados ilegales, comprando jueces y magistrados y catapultando políticos; y dos, que los consumidores problemáticos no tengan la oportunidad de rehacer su vida con dignidad. El primero es consecuencia del prohibicionismo, el segundo no se puede atender correctamente por culpa de la política represiva.
Ahora bien, poner las drogas en control del estado como sucede con las destilerías de alcohol requeriría que Colombia entre en conflicto con los tratados internacionales de control de estupefacientes. Si a nuestro gobierno lo iluminase la divina providencia y se le ocurriese denunciar tales tratados proponiendo uno nuevo para los países de la UNASUR, podríamos entrar a controlar el consumo de drogas de tal forma que “la lucha contra las drogas” cambiase de ser un problema de seguridad nacional a un simple ejercicio de prevención. Pero mostrar iniciativa y dignidad nunca ha sido el fuerte de nuestra clase dirigente [7]. Criticar el prohibicionismo tiene un alto costo político, así que únicamente la sociedad civil, y no sus gobernantes, puede darle ímpetu al cambio.
Lo que debe hacer mientras tanto Colombia es permitir la figura de clubes de consumidores. Estas organizaciones son grupos pequeños de personas que buscan poder proveerse de drogas sin necesidad de recurrir al mercado negro. Figura que ya existe en algunos países de Europa y América Latina (como España y Uruguay). Son digamos un grupo de 50 personas que hacen una cooperativa para cultivar marihuana, guardarla en un lugar seguro el cual es conocido por las autoridades, y suplirse hasta una cantidad determinada (la dosis personal) cada vez que un miembro visita el club. Los miembros comparten la responsabilidad de lo que suceda con esa droga y así se encargan ellos mismos que no sea desviada al mercado negro, ni que le sea distribuida a cualquier persona.
Los beneficios de tales organizaciones (que también se podrían hacer para otras drogas, como la cocaína) son varios. El primero, le quita clientes frecuentes a las ollas: son estos cliente los que hacen el negocio funcional y no los que van a buscar droga una vez cada seis meses (si no lo cree así pregúntele al administrador de un bar). El segundo, los consumidores miembros de un club ya no le están entregando su dinero a las organizaciones criminales sino que lo están invirtiendo en actividades lícitas: se necesita gente administrando el club como cultivadores, contadores, químicos, empleados que atienden el lugar. Todos estos empleos legalmente constituidos pagan impuestos y prestaciones. El tercero, es que los que consumen droga tendrían la posibilidad de saber la pureza del producto que están consumiendo y así reducir considerablemente los riesgos a su salud.
Estos clubes están plenamente permitidos por los tratados internacionales, que no obligan a castigar el consumo personal ni la producción individual para este tipo de consumo.
Lo otro que tiene que hacer Colombia para entrar a preocuparse en serio por el problema de la droga es implementar programas de sustitución de opiáceos y de intercambio de agujas para atender a la población que ha caído en la adicción a la morfina (como los adictos a la heroína). Estos programas ya tiene éxito comprobado en muchos lugares y están permitidos por la Organización Mundial de la Salud.
¿En el nuevo estatuto contra estupefacientes que presentará hoy el gobierno incluirá algo de esto? Lo dudo, porque aquí el problema de la droga no se le da la importancia necesaria. Es una cuestión política y no de salud. Dirá el gobierno que busca luchar contra las drogas sintéticas, pero desde el momento en que entre en vigencia les aseguro que el quiera consumirlas y compartirlas con sus amigos no tendrá ninguna dificultad en proveerse. Conseguirá un producto de dudosa calidad y su dinero finalmente servirá para mantener nuestro estatus quo.
La estigmatizada minoría de consumidores será entonces la que tiene que luchar para hacerle entender al país algo tan sencillo como: siempre ha habido gente productiva que consume drogas (Como Steve Jobs, Carl Sagan, Winston Churchill, Sigmund Freud, Otto von Bismarck…)
Notas
[1] Idea ya de por si ridícula: el gobierno nacional considera que es más importante que se condene al narcotraficante por tentar a los gringos con sus productos que por asesinar colombianos. Y el que alegue que era porque la justicia acá es corrupta esta renunciando a la soberanía.
[2] Y claro, aunque suena ridículo puesto así, la verdad es que los que son de ese parecer abundan: no son pocos los que se esfuerzan en entender por qué la sociedad colombiana produce tantos narcotraficantes y estos son tan violentos siendo que en otros países la cosa no es así Como si la geografía no importará ni cinco. Y me pregunto que harán con sus conclusiones: ¿aconsejarnos que nos comportemos un poco más a lo japonés
[3] Pensarán que la gente puede asumir la responsabilidad de escoger a sus gobernantes pero no la de consumir con moderación.
[4] El gobierno no se puede dar el lujo de renunciar a los beneficios arancelarios que nuestra sumisión otorga ¡Imagínese lo que le pasaría a nuestros exportadores! El pueblo tiene que seguir sacrificándose o nos imponen un embargo. La productividad económica por encima de la vida ¡ya casi llegamos a 1914!
[5] Que de hecho es un fenómeno que se observa en todo el mundo, el narcotráfico es cada vez más local, sea o no el consumo descriminalizado.
[6] Habrá que ver la definición pseudo-científica de sustancia estupefaciente que acompañara la sentencia y que nos permita poder entender nuestra Constitución.
[7] Mientras Inglaterra se esfuerza por repatriar a todos sus ciudadanos sentenciados a muerte, hayan estos traficado drogas o no, Colombia no.
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