Por: Ramon García Piment y Claudia Patricia Romero
¿Cuántas historias se pueden contar?, ¿cuántas merecen la pena ser recordadas?… Creemos que todas tienen valor. La humanidad es como una gigantesca biblioteca en donde cada ser es un libro único con recorridos, perspectivas y trasegares diferentes. Hay quienes nos quieren encasillar en estigmas regionales, nacionales o culturales, sin embargo, algunos tenemos más cercanía con seres del otro lado del planeta que con los propios con los que convivimos.
Algunos han logrado trascender su historia, publicar su libro de la vida, conspirando contra el olvido, mientras otros tantos la han perdido en el gabinete del tiempo, hasta que los arqueólogos de la memoria se atreven a contemplar lo interesante, que por alguna razón fue desechado.
En un recorrido por algunos edificios centenarios colombianos, podemos encontrar obras de arte de una talla increíble, que llaman la atención de todos los que sientan el aura o “densidad luminosa” que atrae de manera hipnotizante y sensorial a esos yesos que yacen petrificados ante el paso de los años, y con ellos se encuentra encostrada la historia de su creador, un personaje místico, oculto extraño, con visión y arrojo, un personaje altamente reconocido en el medio del arte pero desconocido para los nacionales: Roberto Pizano Restrepo.
Este retratista, pintor, amante de los paisajes, logró trascender en su época con paso firme y voluntad avasalladora, superando todos los estándares del arte incipiente colombiano que se esforzaba por tener frutos de talla mundial. Sin embargo, sus luchas por amar el arte antes que a su propia vida, o de preferir los lujos de la sociedad bogotana de la posguerra del siglo XIX, lo fueron deteriorando hasta extinguirlo antes de alcanzar el culmen de sus sueños a sus 32 años, en 1929, en su casa de campo “Servitá” al norte de Bogotá. Su camino por la vida lo realizó con su mirada progresista con la que escribía un legado indeleble para la historia del arte de un país que casi siempre busca olvidar su pasado.
La inserción en la memoria la logró bajo la estructuración de un proyecto maquinado desde la exploración de la visión artística mundial; su introducción en los círculos sociales y políticos determinantes para la toma de decisiones nacionales; y su audacia para proponer ideas al gobierno en un momento determinado. Para tal propósito, viajó a los 21 años a España a estudiar artes en la Academia de San Fernando, recorrió Francia e Italia en búsqueda del perfeccionamiento de su identidad artística. El hilo de conexión con el país lo trajo de regreso en 1921, se casó con María de Brigard Ortiz, fue profesor de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional y recopiló información sobre el artista colonial Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos.
En 1923 regresó a Europa, en donde se enfocó en terminar y publicar el libro sobre el artista Vásquez de Arce, mientras trabajaba en el taller del director del Museo del Prado en España: Fernando Álvarez Sotomayor; y fortaleció su enfoque artístico en París en L´Ecole Nationale Superieure de Beaux- Arts. Fue en esos recorridos por edificaciones parisinas dedicadas al arte como el palacio de estudios, construido por Félix Duban, llamado “La Cour vitrée”, donde se marcó un punto de inflexión a manera de una luz que permitió vislumbrar lo que seria el destino de su trabajo terrenal, dicho por el mismo: “Para adquirir un carácter nacional definido y fuerte, es preciso mirar al pasado, enseñar a los jóvenes a estudiar y conocer la obra de sus predecesores, para trasmitirles así la energía y el pensamiento de estos, condición indispensable para que pueda proseguirse”.
Es así como surgió la idea pedagógica de llevar las obras artísticas clásicas de Europa a sus estudiantes de la incipiente escuela de artes bogotana. Pizano se cuestionaba sobre la manera de poder concretar sus aspiraciones en un país que recién salía de tantas convulsiones y tormentos políticos, y también fortalecía su mirada conservadora de un arte académico en un mundo que respiraba nuevos aires de un arte de vanguardia, de revolución social e industrial que negaba a los cánones de belleza clásicos. Su joven y aguda perspectiva lo llevó a inclinarse por lo definido y no zambullirse en un universo inexplorado.
Podemos imaginarnos esas tertulias parisinas de Pizano con sus amigos como José Medina y el antioqueño Roberto Pinto Valderrama, director de la revista Le Journal des Nations Américaines y jefe de la oficina de información colombiana en Francia, donde se confabularon las estrategias para traer el arte clásico a Colombia, fue así como Roberto Pizano envió un dardo intelectual a la sociedad capitalina, publicando un artículo en un diario bogotano, denunciando la necesidad de espacios para la enseñanza de las artes en Bogotá, digno o al menos igual al que había visto en España y Francia.
El dardo dio en el blanco, pues en el Congreso de la República se hacían debates sobre la precaria y humillante manera como estudiaban los futuros artistas colombianos al aire libre en el parque de la independencia. La presión de la élite colombiana ante la publicación de Pizano, miembro de la academia colombiana de historia y reconocido artista impactó tanto, que el ministro de instrucción pública envió un telegrama ofreciéndole la rectoría de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional.
Su intrépida respuesta no se hizo esperar con dos condiciones al gobierno: el apoyo irrestricto para la adecuación de un espacio digno y suficiente para albergar la Escuela de Bellas Artes del país, y la consecuente dotación de “materiales esenciales” para el correcto funcionamiento de la escuela. Posiblemente los dirigentes del país vieron con desfachatez la firmeza de sus peticiones, y no dimensionaron que su petición era la conformación de bienes artísticos de valor centenario para la nación, que trascendería hasta la constitución de estos como patrimonio cultural nacional.
El gobierno en cabeza del presidente Miguel Abadía Méndez plasmó la decisión y apoyo mediante decreto 898 de mayo de 1927 en el cual le enviaba 23.827 pesos para la compra de materiales que Pizano creyera convenientes y 600 pesos de viáticos para su retorno al país. Dinero que tenia el gobierno como parte de la indemnización por el canal de Panamá.
Los documentos históricos se trasforman en experiencias sensoriales que trasmiten la pasión desbordada por esta increíble y lúcida fábrica del conocimiento orquestada en la mente de Pizano, al pedirle al estado colombiano que le permitieran “permanecer en Europa hasta terminar de elegir la totalidad de las obras, haberlas comprado y despachado Él mismo para Bogotá con el fin de impedir cualquier demora o error perjudicial”.
No podemos imaginarnos la satisfacción y el enorme trabajo que debió representar para este artista el tener la posibilidad real de comprar las réplicas de obras de arte más representativas que considerara pertinentes y seleccionar la enorme colección que seguirían sus conciudadanos. Escogió los museos de Louvre, británico, gliptotecas y otras instituciones de Grecia e Italia. Lo que si sabemos por lo que nos muestran los registros de archivo, es que entre mayo y septiembre de 1927, Roberto Pizano seleccionó y compró cuidadosamente 242 yesos con alta calidad y precisión respecto a los originales, relacionados con el arte egipcio, asirio, persa, caldeo, griego, romano, arte gótico, del renacimiento, barroco y manierismo, del neoclasicismo, romanticismo y del arte moderno. Así mismo, se hizo a una colección de grabados y calcografías de museos de Berlín, Paris, Londres y Madrid en un total de 1653 grabados de artistas entre los que se destacan: Jacques Callot (barroco), Harmenszoom Rembrandt (barroco), Giovanni Batista Piranesi (edificios de la época romana), Hyacinthe Rigaud (retratos en grabados) y Alberto Durero (renacimiento alemán).
La travesía de esta única e inigualable experiencia de transporte artístico, la inició Pizano en los muelles del Port Autonome du Havre, en la desembocadura del rio Sena en la región francesa de Normandía; en los Puertos de Hamburgo, con el barco de vapor “Venezuela”, que partía humeante por el rio Elba, con un cargamento de obras de la casa E.A Seemann, desde Leipzig; otros muelles en Italia, o los puertos de Liverpool con el vapor “P. de latouche”. Los vapores coincidían en su viaje de tres meses con destino en el muelle de Puerto Colombia en Barranquilla, considerado en 1888 como el segundo muelle más largo del mundo. En este punto el Maestro Pizano, que fungía como rector (director) de la Escuela de Bellas Artes, tuvo dificultades administrativas por los engorrosos trámites que le imponía el Ministerio de Hacienda y Crédito Público a través de la sección de encomiendas postales del exterior, en cuanto a exención de paquetes postales. Otro suplicio lo tuvo con el transporte fluvial adentro del rio Magdalena, en donde los champanes y vapores, como el “Atlántico”, “Bomboná”, o “Amazonas”, transportaban las enormes cajas de madera hasta las poblaciones de Honda (Tolima), Beltrán y Girardot (Cundinamarca), donde eran nuevamente revisadas por un inspector fluvial y luego eran embaladas en los vagones de carga del tren, para llegar finalmente a la Estación de la Sabana en Bogotá. Los cargamentos llegaron de manera indistinta durante todo el año 1928, incluso algunos cargamentos tardíos arribaron en 1929.
En uno de los vapores, viajó Pizano junto con su esposa y sus dos hijos (uno de ellos, años después, sería cofundador de la Universidad de los Andes y gestor del plan urbano de Bogotá ideado por Le Corbusier), tocando Colombia el 26 de diciembre de 1927, siguiendo la misma travesía hasta el interior del país, donde logró posesionarse como director el 5 de enero de 1928. Aún con su entusiasmo intacto, Roberto Pizano instaló sus oficinas y salones de la Escuela de Bellas Artes en la antigua Casona de Miguel Antonio Caro, Fundador de la Academia Colombiana de la Lengua, ubicada en la estratégica esquina de la Carrera 7 con calle 19. La construcción diseñada por Pietro Cantini y Carlos Camargo Quiñonez, contaba con las condiciones espaciales necesarias temporalmente para el estudio de las bellas artes. Entre tanto, la colección de obras mundiales llegaba al colegio de San Bartolomé, en donde eran ubicadas en el salón de grados para su revisión, y restauración a cargo del español nacionalizado en Colombia: Ramón Barba.
Dentro de los propósitos de Roberto Pizano no estaba planeado que el destino en ocasiones juega con la fragilidad de la vida. De manera repentina llegó una extraña enfermedad que rápidamente apagó su vigor junto con la esperanza de sus discípulos, de intelectuales y de toda la sociedad colombiana que creyó en un palacio inundado de arte y que terminó en el dolor de un sarcófago un 9 de abril.
Fue necesario un año entero para asimilar la derrota ante la muerte por parte de toda la nación. El 9 de abril de 1930 se abrió la anhelada sala de exposiciones artísticas en Bogotá. Entre tanto, las comunicaciones de los agentes de aduana que pedían reclamar innumerables encomiendas que seguían llegando, al parecer, desde el olimpo, sonando como campanas en los deudos oficiales de la titánica labor del Maestro. Los años pasaron sin que ningún esfuerzo posterior haya logrado completar el sueño que tocó con las manos Roberto Pizano, su edificación digna aún está por verse.
Hoy, 90 años después de su partida, los bajo- relieves y las esculturas de la “Colección Pizano”, que ocupan espacios prestados, llenan de pasión casi sacra a quienes tienen el privilegio de observarlas la biblioteca, el museo de arte moderno y la hemeroteca de la Universidad Nacional. Cada pieza pétrea, inmóvil pero vibrante cuenta no solo la labor del creador con una mirada pedagógica e histórica, sino también, del pasado estético de la humanidad. Sin embargo, la memoria colectiva parece desvanecerse si no se confabula contra el olvido. Roberto Pizano lo sabía, por ello escribió lapidariamente en el prólogo de su libro sobre Vásquez de Arce y Ceballos:
“Con razón debería gloriarse nuestra patria de los artistas que han florecido en su suelo, y, sin embargo, no son en general apreciados como lo merecen. Si se trata de los que en antaño vivieron, su historia está aún por escribir, y sus nombres se van desvaneciendo”.