La conspiración del olvido

Publicado el Ramón García Piment

La custodia de Piedra

Por: Ramon García Piment y Claudia Patricia Romero Velásquez

Foto: Claudia Romero Velásquez

Amanece en medio del hogar, la mezcla entre la brisa suave, fresca junto con los cálidos olores de agua de panela con envueltos de mazorca tierna y queso, refrescan este recinto amplio alto de paredes blancas y techumbre de madera rolliza pintada de negro. Mientras observamos las serranías que se ven a lo lejos, cómodamente sentados en el acogedor nicho que tiene un poyo con dos asientos. La brisa trae también el olor a la flor de cera y otras flores perfumadas.

Se escuchan las historias de Geo Van Lengerke y sus inhóspitos cuentos de traer progreso a estas villas, a través de un intercambio comercial interoceánico y con la región antioqueña que queda al otro lado del Rio grande de la Magdalena. Su sueño es crear el legendario camino del Carare de manera bimodal, entre caminos construidos por indios Guanes que descienden los acantilados que se producen en inmediaciones del furioso Rio Suarez hasta llegar a los afluentes del Magdalena que serían dragados para poder recibir los champanes que vienen desde Barranquilla en búsqueda de quina y tabaco, elixires para remediar el cuerpo y el alma, según ellos.

Nos maravillamos en esa tierra roja que se confunde con las tejas de barro y calles empedradas que se mezclan con la naturaleza vigorosa que a ultranza tiene la magia de la arquitectura vernácula, tan exótica y propia, llena de alma, de estética que tanta falta hace en estos tiempos.

Nos referimos a la muy noble y leal Villa de San Lorenzo de Barichara y de los resguardos del pueblo de Guane, “lugar de descanso” que tiene serpenteantes caminos rojizos que se unen con las cabuyas “puentes colgantes” al paso de los ríos en los caminos del Santander, que cercan en los cuatro puntos cardinales  a este paraíso terrenal al occidente con el rio Saravita o Suarez,  al sur el rio Mochuelos o Fonce, al norte el rio Chicamocha y al oriente la Quebrada la Flora que deslinda a Barichara con  San Gil. Esta bella ciudad fundada el 15 de febrero de 1714 por Francisco Cosió y Otero en terrenos de los indios Guanes a quienes se les construyó su propio pueblo frente a la Serranía de los Yariguíes con una iglesia doctrinera que adora a Santa Lucía.

Como todos los sueños idílicos que se convierten en gemas, la población misma tuvo fricciones desde su misma fundación, al querer apartarse de la envidia del Párroco de San Gil, Basilio Vicente de Oviedo que desde 1740 se opuso a la segregación de Barichara, pleito que fue dirimido cuando se dividió del curato de San Gil en 1757 por el arzobispo Pedro Felipe de Azúa. Ese solo fue el comienzo de las rivalidades que siguieron hasta finales de la colonia, cuando los habitantes buscaban que se erigiera la población como Villa desde 1804, siendo aprobada por el Virrey Pedro Mendinueta. Este mote solo pudo ser disfrutado por poco tiempo, pues la victoria independentista colocó un nuevo yugo sobre la población porque en la naciente Republica, perdió el titulo por el desconocimiento del privilegio. Solo hasta el 7 de abril de 1821, el libertador presidente Simón Bolívar volvió a restituir la población a su rango de Villa.

La magia de este lugar se acentúa no por sus materiales pétreos ni por la imponencia de la naturaleza que llena de color el lienzo de la cuadrícula de la población, ni por los sonidos de miles de especies de aves con fondo de las cigarras que al unísono tocan melodías dulces y eternas. La verdadera magia se da por el alma que resguardan las piedras en cada recinto perfectamente elaborado, en medio de las tapias pisadas que recogen un color único de una tierra llena de cromatismos desde el amarillo hasta el ámbar. Esa alma es la de los sueños, encuentros ideales de múltiples personajes que fueron considerados locos a cada idea que proyectaron en esta región.

Uno de los primeros visionarios inspirado por este territorio fue Agustín Leland, quien vislumbró un progreso increíble entre los frutos y recursos naturales de Santander, a punto de imaginar esta rica tierra llena de cultivos prósperos de tagua, quina, tabaco, cacao, algodón y demás productos preciosos que inundarían el mercado europeo por su ágil salida a través de la hidrografía existente. Su visión se basó en un minúsculo mapa de 1819 que aún conserva el Archivo General de la Nación. Imagen que plasmó en otra carta geográfica de 1838 en donde proyectaba vías fluviales desde Vélez hasta el Rio Magdalena a través del Rio Carare y otros afluentes. La posibilidad económica proyectada le llevó a firmar un contrato con la Gobernación de Vélez para que de igual manera impulsara una red de caminos hacia el Magdalena y Antioquia, aumentando los mercados locales hacia otras regiones.

Hacia 1850, en medio de la Comisión Corográfica, la visita de Manuel Ancizar por estas regiones fue plasmada en su obra “La peregrinación del Alpha”, dejando una impronta agridulce sobre el progreso de la región a falta de “un buen camino que ponga en comunicación el Centro de la Provincia de Vélez con el Magdalena”.

Los sueños empezaron a cristalizarse a través de un contrato de navegación de vapores por el Carare y de construcción y conservación de caminos de herradura entre Vélez y un puesto en el rio Magdalena, suscrita en 1892 por el Ministerio (Secretaría) del Interior, Manuel María Zaldúa, y Wenseslao Camacho, quienes legalizaban la Compañía Empresaria del camino del Carare. Lamentablemente las guerras civiles, los pleitos por poderes y las eternas batallas entre Boyacá y Santander hundieron ese idílico proyecto.

A mediados de 1852 llega a Bucaramanga del Reino de Hannover (Alemania) Georg Ernst Heinrich von Lengerke, huyendo de un terrible lío de faldas. Su educación culta forjó su carácter y gustos por la exquisita bebida, la música selecta, en particular la que podía salir de un violín y de un piano de Schubert, Mozart, Beethoven, el arte y la pintura. Su don de gentes y espíritu aventurero lo llevó a forjar la región de acuerdo con sus sueños. Le tomó poco tiempo proyectar un imperio desde tres ámbitos: El comerciante a través de la apertura de la tienda de importaciones LORENT & WOLKMAN en Bucaramanga; El feudalista con la construcción de haciendas en Zapatoca, Girón y Betulia, desde donde controlaba más de 12.000 hectáreas baldías  adjudicadas por el Estado Soberano de Santander para el cultivo de quina; y el de gestor y administrador de caminos, con el que conectaba las veredas y corregimientos a través de caminos empedrados construidos por sus esclavos, colocando allí los primeros peajes del país, cobrando por el uso y paso de sus puentes, los cuales tenían puertas de forja metálica traídas de Bremen, de las cuales aún se conservan algunas en la Iglesia de Guane. Para 1864, luego de la devastación de la guerra civil de 1860-61, su fama, poderío y control territorial no habían sido tocados, por el contrario, se había consolidado como un terrateniente a quien denominaban El Príncipe, por sus excentricidades en medio de una vida social de la región caracterizada por un atraso social, intelectual, moral y material. Su apuesta por la quina lo llevó al fracaso absoluto por cruentas batallas de poder por la explotación de quina entre la compañía de Lengerke y Solón Wilches y bandas armadas que robaban el producto extraído, además de los ataques constantes de los indígenas Yariguíes, Opón y Carare, quienes no estaban contentos con la invasión de blancos en su territorio sagrado, lo que llevaba a batallas crueles entre flechas y pólvora. La ganancia especulativa de la quina en mercados internacionales tuvo un punto de quiebre con la estabilización de precios al ingresar al mercado del producto proveniente de las Indias Holandesas e Inglesas. Esa fue la estocada final que arruinó y llevó en 1882 a la muerte al visionario Lengerke, dejando una estirpe considerable de herederos genéticos por toda la región.

Pasaron los años y muchos personajes, algunos ocultos por la historia, pero no olvidados por los archivos, como las familias Mantilla, Arenas, Mesa, Prada, Ordoñez, Cáceres, Figueroa, entre otros, quienes con tenacidad, estirpe y empeño fueron forjando la tradición regional con un carácter especial que hoy se reconoce como la personalidad santandereana.

Otros peregrinos se encantaron con los caminos empedrados de esta pintoresca ciudad, por la forma como se conservaba como un buen vino. El principio de la construcción con tapia pisada fue lo que llevó a Alfonso Lopez Michelsen a declararla en 1978 como Monumento Nacional, luego de la proposición dada por Gloria Zea en 1975, sin embargo, su difícil acceso en decadencia desde el ocaso de los caminos de Legerke la sumieron en un letargo, cubriendo de pátina y olvido sus iglesias y viviendas. Ese añejamiento fue el que precisamente advirtió Mario Gallegos Hencker, otro visionario loco, al llegar una noche lluviosa de 1985 y no encontrar ningún hotel donde alojarse, hallando tristes posadas de catres múltiples con baños compartidos para multitudes. Su experiencia lo llevó a encontrar una casa en la parte baja de la población la cual creyó, podría ser un lugar para recibir foráneos con mayor comodidad. Su idea fue atacada por el delegado por la firma prestamista de un crédito para inversión hotelera, quien argumentó urbanística y logísticamente todas las deficiencias de la vivienda para ser convertida en hotel. Luego de esa estrepitosa decepción, tuvieron que pasar la noche en el albergue comunitario de Doña Anita, quien tenia su vivienda en la parte alta del pueblo, con características propias de las construcciones bicentenarias, con una sola planta, vestida de blanco toda su fachada y aleros, que se tiñen de azul en sus marcos y ventanas, un bello solar andaluz que quiere guardar la simetría sin lograrlo por las materias primas únicas que generan ritmos exquisitos. Al encontrar el lugar ideal, pero descuidado, los dos peregrinos encontraron una joya sin pulir, la cual trataron de adquirir al primer intento, sin embargo, la obstinación de doña Anita no permitió cumplir sus propósitos por un buen tiempo. Luego de varios meses y de muchos coqueteos sucumbió a la venta de lo que sería el primer hotel de Barichara, hoy llamado “Misión de Santa Bárbara”, con amplios espacios y solariegos paisajes interiores, que invitan a un viaje al pasado, encontrándonos con los hornos de leña, cocina, y espacios propios de su primigenio uso, lleno de vegetación perfumada por sus flores y muebles pretéritos que evocan esa época de gloria dentro de la majestuosidad de la eterna ciudad de las piedras con alma viva llena de recuerdos, de memoria, de identidad. Sin pretenderlo como su fin último, constituyó un eslabón de apertura para el desarrollo turístico que junto con la reglamentación y juicioso análisis de Colcultura que derivó en el reglamento del centro histórico elaborado por el Arquitecto Alberto Saldarriaga, lograron que la ciudad floreciera en su esencia, como la joya de Colombia que conspira contra el olvido.

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