Por Ramón García Piment

La ciudad de San José de Cúcuta es la compositora de esta breve historia de patrimonio de uno de sus hombres. Escrita desde la distancia del tiempo, se pretende poner en valor a uno de los forjadores de historias anónimas.

Hace poco hice un viaje maravilloso, extraño, placentero y sobre todo, propio.  Evoqué recuerdos del pasado que se proyectan en el futuro y viví experiencias del presente lleno de memoria. Así, todo comenzó cerca al año 1900, un mes de noviembre en las lejanías de los Alpes franceses. Allí, hace más de 118 años comenzó mi aventura. Suena alejado, pero a diferencia de lo que parece, es un recuerdo tan cercano a mi alma, que no solo marco mi día de hoy, sino mi propia existencia,  que se une a algo tan presente, tan real, tan etéreo, pero a la vez tan tangible como el amor. Ese año nació mi abuelo, Leopoldo Piment. Un ser amoroso, inteligente, sensible y sensato. Lo conozco más que cualquier persona que viva en este mundo. Conozco su pensamiento, sus ideales, sus sueños, fracasos y amores. Lo conozco a pesar de que el muriera en 1963, un triste cinco de mayo, 11 años antes de que yo hubiera nacido.

La cercanía de su ser se haya unida a su legado: el amor y la pasión por lo que hacemos. Leopoldo Piment vivió su vida llena de alegrías. Era la mejor manera para vivir la corta vida que tenemos los humanos. Nunca se afanó por querer preservar su cuerpo sino por preservar sus ideas. De la misma manera como un entrenado relojero diseña y ensambla sus minúsculas obras de ingeniería para tiempos futuros, mi abuelo fue armando diarios, documentos, archivos y recortes de extintos periódicos regionales. Poco a poco y en silencio, recortaba y pegaba en álbumes poesías y eventos históricos, siempre pensando e imaginando a ese  nieto curioso que leería su acervo con curiosidad de adolescente, con orgullo de joven adulto, con seducción de conquistador, con templanza de defensor del patrimonio documental, con sabiduría de viejo custodio y con certeza de un extinto difusor de pasiones escondidas en papeles que se conservan por mil años e ideas que pasan de generación en generación de la misma manera como la fuerza del amor.

Mi abuelo fue dejando un señuelo oculto en cada papel con la certeza de que despertaría sensaciones increíbles en mi alma. Sabía que en mis genes había la misma fuerza y la pasión que tenía él en cada respiración, en cada mirada. Sabía de mis debilidades, conocía mis pálpitos, también que cada palabra escrita, cada poesía satírica estaba escrita en mi ADN. Solo era cuestión de tener paciencia y esperar 26 años para que se despertara en mí, ese quinceañero curioso, el amor por lo antiguo, por lo escrito, por lo oculto. Mi abuelo acuñó en mi mente la frase: “Nuestra identidad se magnifica por nuestra memoria, y nuestra memoria se conoce por lo que han hecho nuestros sabios, nuestros ancestros. Ese es nuestro patrimonio”. El nunca escribio esa frase, no de esa manera, no en un papel. Sin embargo, la escribió en el código genético que sabía que sería pasado de generación en generación hasta llegar a mí. Cada letra, cada palabra, pero, sobre todo, cada sensación, cada pasión.

Para ello utilizaría a su hija menor: “Chilita”, esa dulce y traviesa chiquilla, la menor de sus seis retoños. El “Nono” Piment miraba a su hermosa niña recién graduada de bachiller comercial y en su atisbo soñaba la forma en la que sabiamente ella dictaría preceptos a su nieto. El “Nono” sentía que sus días en estas tierras serían cortos, y con amor y suavidad de padre imprimió todo el amor que pudo para que Myriam Cecilia fuera la declamadora de sus poesías de la vida, la encargada de enseñarle el amor a su hijo a través de la tradición oral. Recuerdo que, desde los seis años, me acostaba en su regazo en las tardes y me contaba todas las historias que se vivieron años atrás por ese seminarista francés que conquistó a mi abuela.

Allí empecé a transportarme a esas largas tertulias que se hacían en un espacio de su casa, el cual denominaron “El Rincón De Los Poetas en Cúcuta. Una vieja casa amplia llena de morrocotas de oro escondidas en los poyos de las ventanas. La casa de mi abuelo. Allí conocí a varios poetas y amigos de mi abuelo, uno de ellos, Teodoro Gutiérrez Calderón, un afamado poeta, escritor inigualable que llenaba su pluma de historias vulnerables al amor y a la fascinación de un niño sin manos que volvía a recobrarlas cuando la piedad humana regalaba dos panes en un mundo que se fundía entre la ficción y la cruel realidad.

Allí, en recuerdos transgeneracionales, escuché una de mis poesías favoritas, escrita por mi abuelo, en medio de las risas, la alegría, la cordialidad, y la gallardía, se entonaba esa ácida pero certera poesía:

Reírme de lo alegre y de lo triste

Reírme del dolor y del placer

Reír del mundo y en cuanto en el existe

Reír del hombre y también de la mujer,

Y no es que ría porque esté démente

Ni porque sea negra la conciencia mía,

Es que he visto que el mundo es un torrente

de vil y miserable hipocresía.

En medio de risas, brindis por los ausentes, por los políticos, por los vivos y por los muertos, en medio de cantos y comidas exquisitas preparadas por un francés entusiasmado por hacer banquetes llenos de cabritos horneados, de dulces de almíbar, también conocí vagamente las ideas de otros amigos del abuelo: Luis Hernández Gómez y Eleazar Pérez Peñuela. Allí se hablaba de política, de amores, desamores, de masonería, de Dios, de tristezas y alegrías.

A manera de una cierta psicoquinesia o telepatía, mi mamá se transportaba a la Cúcuta de mediados de siglo XX y lograba llevarme a mí, con el fin de cantar y declamar canciones en medio de esos compadres y amigos, logrando sentir el calor en mi piel, el sabor de un exquisito whisky, el latido de los perros, las carcajadas de todos en medio de nosotros sentados en los divanes rojos diseñados por modernistas americanos reían sin saber si lo que decían, o lo que vivían era real o ficticio. Así viví mi propio realismo mágico, en medio de poesías que fundían autores, canciones y composiciones propias de ese grupo de amigos, como esta:

El beso que en los labios me dejaste al partir en mi boca por siempre quedará;

podrán otros venir, más ningún beso la huella de ese beso borrará.

Como guarda el néctar en su cáliz la flor para el dorado colibrí,

así en conchas de coral y blancas perlas, yo guardo ese beso para ti.

El beso que en los labios me dejaste al partir,

en mi pecho por siempre guardaré,

y si acaso yo te encuentro por el mundo,

el beso que me diste, te daré.

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