A mediados del año 2019 publiqué un artículo titulado “Nuestro origen sefardí”, motivado por los anhelos de muchos colombianos que, en su momento, soñaron con obtener la nacionalidad española por su ascendencia sefardí. La idea surgió al escuchar crónicas contadas con pasión por personas fascinadas con un pasado recién descubierto. Recuerdo especialmente el caso de un magistrado que podía pasar horas narrando cómo sus ancestros, cargados de ilusiones, llegaron en champanes a estas tierras hostiles y, con perseverancia, fundaron poblaciones que hoy aún conservan vestigios de su vida.

Hoy, tras haber recorrido el camino que el destino me trazó —el de reconstruir muchas de esas historias mediante el análisis de árboles genealógicos y sus vínculos con la madre patria—, en el ocaso de aquel proceso de concesión de nacionalidad por parte del Gobierno español, puedo afirmar que no solo se reencontraron muchas personas con su identidad, sino que también un “perdón” pronunciado por el Rey de España, cinco siglos después, logró entrelazarnos a todos en una historia compartida: una historia de historias, sistémica y mágica, que abrió las puertas a sus hijos desterrados.

Hoy me tomo la libertad de retomar muchas de las ideas de aquel primer escrito, ya vistas en perspectiva, con el único propósito de conspirar contra el olvido.

Un enigma profundo y a veces contradictorio se experimenta al descubrir nuestro propio pasado que puede ser tan apacible como tormentoso. Llega un momento en la vida en que los seres humanos buscan una referencia en el pasado lejano, indagando sus orígenes, para quizás descubrir que la vida es un círculo.

Casi todos tenemos referencias de nuestros padres y abuelos; algunos afortunados han llegado a conocer a sus bisabuelos y, muy pocos, a sus tatarabuelos. De ellos, es evidente que ha habido una transferencia cultural, un legado cromosómico y memético, que incluye costumbres, tradiciones, religión, herencias gastronómicas e incluso dichos y malos hábitos. Dependiendo de la cercanía o el rechazo, estos patrones pueden llevarse con orgullo o con prejuicio.

Por un momento, luego de encontrar el hilo que conduce a las generaciones antiguas desde nuestro nacimiento, empezamos a experimentar un viaje al pasado que supone historias de amores, relaciones, pasiones y, hasta conveniencias que unieron parejas que sembraban una semilla de sus seres hasta llegar a nosotros. La primera generación, la de nuestros padres lleva dos familias, dos tradiciones diferentes, dos culturas. Cada subida de generación, de manera matemática duplica las familias y tradiciones, hasta tener un universo, una mixtura cultural, una amalgama que puede ascender en 20 generaciones, cerca del año 1492 hasta a más de dos millones familiares antepasados.

Es ahí donde podemos descifrar historias de nuestro pasado, mezclas de razas, mezclas de ideologías, de sueños, eso marca nuestra identidad. La fórmula de la identidad se da entre la memoria y el lugar o territorio, que algunos autores han citado como Lieu de mémoire. Pensamientos marcados en nuestras mentes unidos a un espacio físico se incrustan en el mismo ADN. Es por eso que en ocasiones actuamos de manera particular al sentir un espacio que nunca hallamos visitado antes, pero que sentimos familiar. Eso pasa con los sabores, colores, ambientes y olores. Esa es la llamada herencia epigenética y también resonancia identitaria.

Esa idea tiene un espacio en la neurociencia, dado que el hipocampo y áreas colindantes codifican tanto el espacio como ellugar, espacios específicos pueden evocar recuerdos de nuestros antepasados o emocionales que configuran nuestra identidad. Esto tiene sentido neurológico: los recuerdos se organizan en un marco espacial que puede ser activado por sensaciones de familiaridad.

Al elaborar árboles genealógicos de nuestros antepasados, estamos conectándonos con nuestra propia historia, no solo de consanguineidad, para descubrir una línea de sangre o linaje, que en genética puede apoyar a encontrar rasgos dominantes, sino que también estamos redescubriendo lugares donde habitaron nuestros antepasados.

En este punto nos encontramos con una historia fascinante que hasta hace poco tenía poco o nulo interés, y era nuestro origen sefardí, pues conecta de manera directa nuestro pasado casi común, como latinoamericanos con la península ibérica. Los sefardíes son los descendientes de los judíos que vivieron en España y Portugal hasta 1492 cuando los Reyes Católicos los expulsaron de los Reinos de Castilla y Aragón por motivos más que todo religiosos, pues los reyes buscaban una homogenización religiosa, lo que implicaba una persecución a los musulmanes y judíos que se encontraban en gran parte de la Penisla ibérica. esa persecución traía consigo una conversión de los judíos, y un castigo a los no conversos, para hacer esta cacería, surge la Inquisición en 1478, como empresa encargada de perseguir a los conversos sospechosos de judaizar, pues eran una amenaza para la ortodoxia católica y la unidad del reino.

Esos motivos obligaron a los sefardíes a salir de la península en una de las más grandes a diásporas migratorias de todos los tiempos. Los judíos salieron principalmente a territorios del imperio otomano y a algunas regiones del mundo árabe, pero unas buenas porciones de judíos encontraron refugio en la América recién descubierta.

Muchos expulsados viajaron hacia Holanda, Inglaterra y Alemania para fusionarse con los asquenazíes o judíos que habían llegado a esa región milenios atrás. Algunos peregrinos se dirigieron a Portugal, donde inicialmente no existían restricciones religiosas bajo el reinado de Juan II. Sin embargo, tras su fallecimiento, su sucesor, el rey Manuel I, enamorado de la hija de los Reyes de España, decidió expulsar a los infieles de su territorio portugués, como un obsequio para su futura esposa. Tal como lo expresó Enrique Serrano: “Desde entonces y durante siglos, nadie se sentía plenamente libre y seguro en los campos y las ciudades de las Españas, pues temían que algún remoto antepasado comprometiese su nombre o el de los suyos o que, al contraer matrimonio con su amada, estuviese heredando sin quererlo la desdicha y el encono que truncan los destinos de los hombres”.

España, madre patria de América, trajo consigo durante la conquista no solo la inclusión del idioma y la imposición de la religión católica a través de las misiones, sino que también aportó cientos de mudéjares (moros) y judíos (sefardíes) con identidades difusas, disfrazadas de catolicismos, cuyos ritos eran considerados herejías por la Inquisición.

Durante la época de la colonización de América, muchos de ellos llegaron a las colonias españolas y portuguesas en el continente. Esto ocurrió principalmente a través de las rutas comerciales y la movilidad de los conversos, que, aunque se habían convertido al cristianismo, continuaron practicando en secreto el judaísmo, lo que se conoció como los “marranos” o “criptojudíos”. Aunque la Inquisición en las colonias latinoamericanas persiguió ferozmente a aquellos que intentaban practicar el judaísmo de forma clandestina, los sefardíes que llegaron a América dejaron una huella profunda en las comunidades latinoamericanas, especialmente en países como México, Colombia, Venezuela, Argentina, Brasil y Perú. Los descendientes de estos sefardíes, a veces sin saberlo, mantuvieron ciertas costumbres, apellidos, e incluso palabras de origen judeoespañol (ladino), que se transmitieron a lo largo de los siglos.

Para los americanos, quienes llegaban de España eran considerados españoles sin distinción alguna, lo que propició una fusión de culturas tan profunda que logró borrar la huella de sus orígenes. Numerosos estudios han identificado ciertos indicios que permiten reconstruir piezas de este inmenso rompecabezas genealógico. Es aquí donde surgen los conectores como respuestas a nuestras formas de ser, permitiéndonos conocernos un poco más.

Más allá de la certeza sobre si nuestro origen es o no sefardí, según los análisis patronímicos de los apellidos, la tradición indica que era costumbre judía españolizar su identidad, buscando una relación de los apellidos con el tipo de trabajos desarrollados (Guerrero, Tinajero, Barbero, Zapatero, Ferrer, Ballesteros), cualidades físicas (Calvo, Cano, Pardo, Moreno), lugares de residencia (Roca, Ríos, Romero, Montes, Plazas, Rosas, Flores, Calle), toponimias (Ávila, Córdova, Villavicencio, Quiroz, Zamora, Lugo, Santander, Salamanca), o simplemente su nombre patronímico (Sancho a Sánchez, Gonzalo a González, Ramiro a Ramírez). Así, los procesos masivos de indagación ancestral recrearon una torre de Babel, complicando los análisis de árboles genealógicos de quienes intentan conectar su identidad presente con el momento previo al Edicto de Granada que expulsó a los judíos de España.

Ese fue un largo viaje de todo un pueblo hacia el olvido de su identidad. El propósito de preservar sus vidas los llevó a olvidar la lengua hebrea e incluso la forma de leer las inscripciones de las tumbas y los rollos del Torá, como se narra en la historia de la familia santandereana Méndez-Pinto, contada por Enrique Serrano en su novela “Donde no te conozcan”.

Las múltiples expulsiones y el exterminio seguramente generaron en ellos un “sentido del dolor”. Los antiguos hebreos, acusados de haber matado a Jesucristo y de ser “marranos” de las tradiciones cristianas, sentían un profundo dolor en su alma al no poder cumplir con las leyes mosaicas, que indicaban que solo en el templo de Israel se podía adorar a Dios. Si perdían el templo, solo les quedaba el abandono de su fe, lo que los llevó a lamentarse profundamente; lloraron sentándose en tierras extranjeras, colgaron las cítaras, se alejaron de los rabinos, quedándose sin Dios y sin sentido en la historia.

Fue en ese momento cuando ocurrió lo que no explican los libros de historia, las investigaciones sociales, ni los estudios judaicos, lo que solo se conoce desde la fe judeocristiana. Los errantes reaccionaron de manera sistémica, holística e indescifrable, y al encontrar un sentido a lo sucedido, transformaron el dolor en un proceso de purificación y esperanza, transmutando el abandono en capacidad, convirtiendo sus quejas en acciones. Al concatenar sus historias, sintieron que allí estaba Dios, en cada paso de su milenaria tradición. Descubrieron que podían unirse (en aljamas) para orar, crecer, amarse, apoyarse unos a otros; así fue como comenzaron a trabajar en su obra, olvidando su exilio permanente.

Basándose en las habilidades que los caracterizaban —seres cultos, laboriosos, ahorrativos, innovadores y asertivos para los negocios— y en sus acciones, surgió un intrincado esquema de comunicación oculta que creó redes comerciales invisibles pero efectivas en cada uno de los puertos europeos. Aprendieron a mantener un perfil bajo, a ser clandestinos dentro de los clandestinos, según explica Ricardo Escobar Quevedo. Además, se preocuparon por no dejar rastro que revelara sus orígenes judíos en España o Portugal, ocultándose de la amenaza de los tribunales de la Inquisición.

En la América colonial se establecieron sus redes de comunicación, intercambio, desplazamiento y comercio, las cuales resultaron efectivas frente a las instituciones de control coloniales. La magia de la transmisión cultural residía en las mujeres, quienes se encargaron de enseñar las prácticas religiosas a las generaciones siguientes como una forma de preservar la identidad mediante la tradición oral y sigilosa. Sin embargo, según las investigaciones de Adelaida Sourdis Nájera, se mimetizaron tanto entre las montañas y selvas, entre los puertos y pueblos lejanos, que, sin proponérselo, se disolvieron con la cultura aprendida, con el idioma español, y asimilaron el catolicismo.

Los hilos conductores de los primeros españoles sefardíes penetraron en estas tierras. Los sefardíes invisibles nombraron regiones conquistadas en recuerdo de su estirpe, como el caso del español de raíz sefardí Gonzalo Jiménez de Quesada, quien fundó una población sobre el río Magdalena, cerca de Barrancabermeja, con el nombre de Torá, en homenaje a su sangre oculta. Historias similares ocurrieron posteriormente con regiones como Antioquia, conquistada por el mariscal sefardí Jorge Robledo, u otros territorios y poblaciones subsiguientes, como Armenia.

La independencia de Colombia trajo un nuevo aire a los colonos, transformando el territorio en un lugar ideal para visibilizarse sin temor a represiones. El Correo de Curazao, proclamado por Simón Bolívar, autorizó a los miembros de la nación hebrea a establecerse en los puertos de Colombia, gozando de libertad religiosa. Esto permitió la llegada desde las Antillas de comerciantes extranjeros sin aparente credo religioso, quienes se asentaron principalmente en poblaciones de la costa norte sin ser afectados por las guerras civiles bipartidistas del siglo XIX, pues estaban acostumbrados a manejar su identidad. Así, la Ciudad Fenicia (Barranquilla) comenzó a prosperar con la llegada de familias como los Álvarez-Correa, Cortissoz, Curiel, De la Rosa, Dovale, Del Valle, De Sola, Gómez-Casseres, Heilbrón, Henríquez, Isaacs, Jerusum, Juliao, Jimeno, López Penha, Pardo, Pereira, Osorio, Rois, Méndez, Salas Salzedo, Senior y Sourdis.

A finales del siglo XIX, Bogotá experimentó una explosión de prosperidad empresarial similar a la costera, impulsada por otros judíos que llegaron a la capital, algunos de origen asquenazí. Estos incursionaron con sociedades y empresas innovadoras, como Leo Kopp, Rubén Possín y José Eidelman, entre otros. Estos últimos lograron proyectar y ejecutar proyectos inmobiliarios conocidos como los tradicionales barrios Marly y Veinte de Julio, o el increíble proyecto urbano inicialmente llamado “urbanización la Paz”, propuesto en 1919 y renombrado en homenaje al centenario de la independencia como el actual Barrio Siete de Agosto. Allí, según nos cuenta Enrique Martínez Ruiz, Possín construyó su hogar, la Quinta Sión, marcada con el símbolo de la estrella de David.

Empresas de aviación como Scadta (hoy Avianca), Cervecería de Barranquilla, con productos como Gallo Fino, Escudo, San Nicolás o Águila; Cervecería de Colombia (Águila), con productos como La Pola, cuyo nombre se convirtió en el término genérico para la cerveza en el país; clubes de comercio, acueductos, empresas navieras y constructoras de ferrocarriles, son marcas que representan una identidad colectiva nacional, impregnadas de la tenacidad, perseverancia, convicción y esperanza de diversos grupos de inmigrantes, incluidos los sefardíes.

Algunos ritos quedaron arraigados en regiones como el Norte de Santander, donde persiste la tradición cultural de filiación mixta católica y sefardí de consumir el Jueves Santo los siete potajes, que tienen relación directa con el plato de Séder de Pésaj. De igual forma, encontramos el pan ácimo en nuestras panaderías.

Esta narrativa se enlaza con muchas más que surgen de cada árbol genealógico, de cada familia estructura una crónica envolvente. miles de historias se han venido uniendo en un efecto práctico que ha venido pasando desde hace ya 10 años, pues en la búsqueda de esos antepasados, de esas crónicas gran parte de ciudadanos en Colombia se han encontrado con un hito que conecta ese origen común con la península ibérica y con una invitación de los actuales Gobiernos Español y portugués a recuperar esa nacionalidad quitada hace 500 años.

Esto se debe a la promulgación de la Ley 12 de 2015 por el parlamento español, que buscó compensar la expulsión de ciudadanos sefardíes de España en 1492, otorgando la nacionalidad española a quienes lo deseen a través de dicha ley. Su vigencia temporal finalizó el 1 de octubre de 2019 e incluía a los descendientes de los más de 50.000 judíos residentes en España. Esta perspectiva contra-antisemita no solo protege a la comunidad judía dispersa por el mundo tras las conocidas diásporas, sino que también impulsó la búsqueda de los orígenes de muchos ciudadanos globales que han perdido no solo el rastro de sus ascendientes, sino también sus creencias e identidad.

Actualmente, la obtención de la nacionalidad por esta vía ya no está vigente. los últimos trámites para conseguirla por la vía, concluyeron en el presente año parta España y para Portugal aún es posible, pero para residido legalmente en Portugal al menos tres años para poder acceder a este beneficio. Por tanto, en la actualidad, solo quienes puedan demostrar dicha residencia, junto con su ascendencia sefardí validada por la Comunidad Judía de Lisboa u Oporto y el cumplimiento de otros requisitos legales. Los resultados de estas investigaciones de los orígenes familiares hasta ahora dan a conocer el desarrollo de nuevas historias que me encantaría poder publicar próximamente en este espacio. Diversos autores, diversas historias.

Sin temor a interpretaciones disímiles, las tradiciones olvidadas se mimetizaron y fusionaron con lo que hoy es nuestra identidad, encarnada en una idiosincrasia tan difícil de caracterizar entre tanta diversidad. Sentimos nuestras las empanadas, las albóndigas, el mazapán y el cabrito asado. Ya no percibimos diferencias en la mixtura entre judíos, moros, españoles o indígenas, pues nos heredaron su afición por el conocimiento, el territorio, la mística, las artes, el orgullo, el poder, el saludo y la malicia; todas ellas, conspirando en nuestro ser, contra el olvido.

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