Gústenos o no, Álvaro Uribe, como pocos dirigentes, durante un cuarto de siglo ha tenido una fuerte presencia e influencia en la política, es decir en la vida del país; ha ocupado el escenario público durante más tiempo, que ningún otro dirigente. Aunque no trazó un camino y un horizonte para la política y para Colombia, como lo hicieron Alfonso López Pumarejo o Laureano Gómez, su presencia y su influencia en el día a día, ha pesado. Marcó una larga etapa de nuestra vida nacional, durante la cual el país avanzó.
Uribe se confundió con el poder; consideraba y actuaba como si el suyo fuera un poder sin más límites que su voluntad. Recordemos al respecto la descripción que la revista Cambio hacía de los seis meses iniciales de su primera administración; el Presidente era simultáneamente el ministro de todas las carteras, mientras que los titulares, eran los viceministros. Esa situación, que era real, no inventada “por la oposición”, se daba en momentos en que en el país eran unánimes las voces
que reclamaban autoridad clara y firme, en medio del berenjenal del fallido proceso de paz de Andrés Pastrana, con una guerrilla, especialmente las FARC, que se veía a sí misma, en la antesala del poder. El Presidente finalmente dio por terminado un proceso de negociación que estaba más que moribundo, dándole cristiana sepultura. Se regresó oficialmente a un escenario de guerra, que en la práctica no había sido abandonado, ni por la guerrilla ni por el gobierno que, con el Plan Colombia, se había preparado para una tal circunstancia. Se yergue entonces Uribe como el líder en esa dificilísima coyuntura del país; una mayoría ciudadana lo apoya y, en dos ocasiones, lo elegirán en primera vuelta. Hasta hoy, son las únicas elecciones presidenciales ganadas en el país, en primera vuelta.
Ahora, Uribe acaba de ser condenado por dos delitos. No se sabe cuál será el resultado final de su caso, pues todavía tiene dos instancias en la justicia y su defensa ha anunciado que apelará la sentencia la apelación. Considero que víctima de su arrogancia, creía que, para lograr sus propósitos, podía pasar por encima de las normas, que nada debe impedirle actuar; simplemente se remueve el obstáculo. Más allá de cuáles fueran sus propósitos, la cuestión fue su olvido o
desprecio del viejo y fundamental principio ético, de que el fin no justifica los medios. Uribe en su vanidad, crecida por sus éxitos como gobernante, sobre todo en su primera administración, cuando alcanzó un gran reconocimiento, en circunstancias por lo demás bien difíciles, se creyó intocable y por un azar, terminó en manos de la justicia, que lo investigó y condenó.
Obvio que el caso va a remover y a movilizar pasiones fuertes, de uno y otro lado, que es lo que menos necesita el país en estas circunstancias de polarizaciones y conflictos que vivimos, cuando además, empieza a calentarse el escenario político, por las elecciones del próximo año. Vamos para aguas aún más turbulentas que las actuales y la realidad judicial de Uribe, frente a la que éste
ha mantenido discreto silencio, va a ser una variable que pesará.