En la mitología griega unas palomas mensajeras volaban todas las mañanas a los jardines de Hespérides para traer flores de una planta llamada “ambrosía”, de la cual se elaboraba una bebida espirituosa que proveía a los dioses de inmortalidad y juventud.
En ese mismo jardín, custodiado por cuatro ninfas, había un árbol de manzanas de oro, pero quien quisiera cosechar las frutas doradas tenía que enfrentar un duelo a muerte con el dragón Ladón, y si bien fueron muchos los ambiciosos, uno solo lo logró.
Estos mitos me sirven para explicar un poco el comportamiento de ciertos mandatarios latinoamericanos aferrados al poder logrando reelecciones (con el dinero del erario público para tener los votos necesarios), práctica que en Colombia, siendo una de las naciones que mejor habla el idioma español le llama con el pomposo eufemismo de mermelada, mientras que en el mundo se le dice corrupción.
Personajes como Evo Morales en Bolivia, Nicolás Maduro en Venezuela, Juan Manuel Santos en Colombia, Daniel Ortega en Nicaragua (por citar solo algunos), han conocido el dulce y enajenante sabor del poder, y por ello, haciendo tramoyas -históricamente desobligantes –de la política sobre la constitución-, han logrado que miles de personas, como palomas mensajeras, les den su voto como la ambrosía necesaria para perpetuarse el mayor tiempo posible en sus cargos.
Pero esas reelecciones no son gratuitas. La clase dominante, que hoy tiene cara de bancos y empresas de contratación internacional -disfrazada de blancas ovejas – y que patrocinan esas elecciones, no permiten asomos de justicia social tal y como reclama el pueblo en temas de política económica y asuntos sociales. De allí, que éstos mandatarios reelegidos no puedan ceder nunca frente a las marchas sociales, las peticiones de respeto a las libertades individuales o la soberanía de los pueblos.
Los gobernantes que reciben ambrosías de la banca internacional así tengan buenas intenciones y en sus discursos parezcan comprender las necesidades de la gente, tarde que temprano terminan cediendo a intereses externos. Y si no ceden, no hay más gabela para la eterna reelección; y si deciden otro camino, como por ejemplo apoderarse del árbol de las manzanas de oro por sí mismos, siempre se van a encontrar con un dragón imponente para cerrarles el paso (le pueden preguntar a Raúl Castro).
Los gobernantes son conscientes de su cargo y de su valor, pero frente a los tejemanejes de la política internacional su naturaleza y humanidad es cooptada y la ilusión con la que fueron elegidos termina siendo un coro de lamentos, y para la historia común será la historia de siempre: otro líder que defrauda a sus electores, y ya, no pasa nada, no ocurre nada.
Es duro decirlo, pero todas las evidencias nos dan para afirmar que la política tal y como la deseamos en los manuales ha muerto. Que los políticos tal y como queremos que sean y para lo que deseamos que sirvan han muerto. ¿Será posible que los electores, que los constituyentes primarios, que las personas, no nos hayamos dado cuenta?
La política, como ciencia se pudrió. Suena fuer y triste, pero hoy por hoy la gente reconoce como sinónimo de político el término corrupto, pero a los candidatos eso no parece importarles y a los mismos electores tampoco. La gente, aunque poquita, acude a las urnas y elige siempre aun sabiendo que está eligiendo a un corrupto.
Esa falta de coherencia entre los discursos de interés social de los candidatos y las acciones de interés particular de los mandatarios que debería causarnos estupor ya no asombran. Los elegidos, siempre terminan invirtiendo sus valores y actuando en contra del pueblo. Pero es allí, justamente allí donde me hago la pregunta: ¿si los mandatarios siempre terminan traicionando al pueblo, si los presidentes siempre son manipulados por la banca internacional por qué los reelegimos?