
Iniciamos una tertulia como las de antes, con intelectuales de gafas y todo. Inclusive con chocolate y almojábana, para distinguirla de los encuentros de humanistas de discursos hiperbólicos según las tazas de café que se toman, o los conversatorios de aguardiente que suelen realizar los abogados y tinterillos sobre Borges y los espejos del Código Penal, mientras salpican con saliva a sus felices compadres.
La mayoría de los que vienen a nuestra tertulia son charlatanes de oficio, conversadores con experiencia, habladores de alto vuelo, gente bacana, viejos risueños que relatan la vida como una anécdota eterna que nos inducen al asombro, la risa o la sonrisa.
No todos los asistentes son viejos y sabios. Hay muchachos también. De esos que todavía creen que pueden cambiar el mundo con discursos, y aunque vociferan incoherencias o ingenuidades, nos inspiran y devuelven la fe en las nuevas generaciones.
Tenemos contertulios que hablan de todo lo inocuo de la vida pero son felices dando su punto de vista como si fueran profetas. Algunos son mojigatos: de los que se escandalizan por todo y y a veces hasta se santiguan con lo que escuchan. No falta el fundamentalista que pregona la necesidad de un mundo de derechas para restablecer el orden y evitar el debacle de la raza humana. Incluso, tenemos dos mamertos de los arrepentidos, aunque todavía andan con mochila indígena colgada al hombro y comulgan en secreto del comunismo.
Es una tertulia con todas las de la ley. Conversamos de todo y de todos, y no le sostenemos nada a nadie. Juzgamos el pasado y predecimos el futuro. Y hasta sirve para enteramos de uno que otro chisme. Eso sí, hay reglas: respetamos al otro, respetamos el uso de la palabra y están prohibidos los insultos. Y un día, vengan les cuento una infidencia, hasta imaginamos quién podría ser el próximo presidente del país.
Hemos hablado de cosas sin importancia, es verdad, pero hay días que estamos iluminados. Esta semana por ejemplo, nos dimos cuenta que a la tertulia le faltan voces femeninas porque el mundo tal y como lo conocemos, quiérase o no, está sobre los hombros de las mujeres. Un día de febrero hablamos de las crisis de los periódicos y todos coincidimos que el mundo se divide en dos: los que conocen el placer de tener un periódico de papel entre las manos y los pobrecitos que no tuvieron esa oportunidad. Y hasta los mamertos que se oponen a todo de oficio y sin razones, fueron capaces de reconocer que los periódicos han sido los verdaderos motores del pensamiento, la cultura, la identidad y la educación de los pueblos. “Un pueblo sin periódicos, es un pueblo de burregos, esa mezcla, de burros con borregos”- dijo el más viejo de los viejos, y todos le aplaudimos.
Anoche estuvo caliente la conversación. El tema era la dura realidad de la migración, los refugiados. Un debate de todos los tiempos, pero una realidad desafiante para los políticos de hoy que todavía no saben qué hacer. Ni en Francia ni en Estados Unidos tienen medidas coherentes con los Derechos Humanos, salvo cerrar puertas y decretar emergencias políticas.
Se dice que cada generación encuentra las respuestas necesarias para resolver sus problemas, pero todo indica que frente a los migrantes, por ahora, solo tenemos largos discursos, poemas, películas y novelas… como si la cuestión fuera un tema de la ficción, mientras allá, en las fronteras, miles, pero miles de personas mueren buscando una segunda oportunidad sobre la tierra.