FOTO: Alonso Tobar.
POR: VÍCTOR PAZ OTERO – v[email protected]
La ciudad, cualquiera que ella sea y que soporte esa designación, es en sí misma una realidad indefinible y esa misma circunstancia nos la convierte, hasta cierto punto, en realidad incognoscible y por lo tanto inexplicable en su esencia y en sus más profundos significados.
No existe una ciencia, ni ningún conocimiento legítimo y universal sobre el objeto ciudad. En primer término porque es un imposible lógico elaborar una ciencia sobre lo particular, y nada más particular y particularizante que lo que encarna como fenómeno histórico y humano lo que nombramos bajo el confuso concepto de ciudad.
Existen, por supuesto, saberes diversos, aproximaciones parcialmente explicativas sobre la pluralidad casi inabarcable acerca de los fenómenos implicados y actuantes que cristalizan en las constelaciones urbanas. El urbanismo, la supuesta sociología urbana, o la también supuesta antropología y arqueología urbanas, son intenciones de ese esfuerzo, sugerente pero fallido, por convertirnos la ciudad en un objeto de transparencias epistemológicas. Así como existen infinidad de historias, de memorias, de acervo documental de todo orden, pero a pesar de ello, cualquier ciudad continúa siendo un enigma, un misterioso universo de contenidos y significados humanos que acaba siendo inescrutable para la pretendida mirada científica. O apenas son universos que de cuando en vez esclarece más la novela que la ciencia. La ciudad Parece intraducible al lenguaje racionalista de la ciencia y a la delirante pretensión positivista de tratar los hechos sociales como cosas. Pues la ciudad, como la vida misma, acaba recordándonos que todas las teorías son grises y que lo único maravillosamente verde es ese frondoso árbol de la vida.
Nadie pone en duda que la ciencia resuelve preguntas y problemas importantes, pero parece enmudecer frente a las preguntas esenciales. Y la ciudad, para quien pertenece a ella, es una de esas preguntas esenciales. Ya que íntima y emocionalmente es una pregunta sobre la vida. Es la pregunta que conjugará Paul Gauguin en el esplendor de su famoso cuadro “Quien soy, de donde vengo y para donde voy” .Es decir, la ciudad en primer orden es una dimensión existencial, emocional y espiritual. La ciudad no es un conjunto de casas o edificios o un conglomerado de objetos inertes. La ciudad no es un mercado. La ciudad es también una poética, un espacio vivo donde los seres humanos, individual y colectivamente, ofician los rituales de la vida. Es por definición un espacio y una construcción histórica donde esos seres aprenden el complicado pero exaltante oficio de estar vivos. Es una gramática y un código de señales y de símbolos que se internalizan y posibilitan la convivencia. Si fuese un simple conglomerado de infraestructuras quizá la simplicidad cuantitativa del ingeniero daría cuenta de lo que es la ciudad. Si fuese solo un mercado para lo que se produce la codicia y los afanes del mercader nos revelarían sus misterios. Si fuese solo espacio para la autoridad y el poder, la picardía y la deshonestidad de los políticos nos hubiesen esclarecido sus significados. Pero toda ciudad es mucho más que una serie de fragmentos, de alguna manera es una totalidad orgánica, una atmosfera espiritual y emocional que genera vínculos con poderosas cargas afectivas para quienes la habitan. Si en primera instancia no entendemos y si no desciframos esta dimensión del universo urbano, el alma de la ciudad se nos escapa y a duras penas la convertimos en un paisaje muerto.
Hace muchos años Spengler, publicó un libro que provoco escándalo y estupor en su época “la Decadencia de occidente” .En él, entre otras muchas cosas, sostiene que lo esencial de una ciudad es el alma. Concepto que perfectamente podemos hacer equivalente al espíritu de una ciudad, e inclusive a la poética de una ciudad. Categorías que van mucho más allá de las mezquinas pero evidentes apariencias que tantas veces nos falsifican la verdadera comprensión de lo real.
Ya hablaremos del alma de Popayán.