El 31 de marzo de 1983 el terremoto desplomó el techo de la catedral de Popayán y mi abuela Leticia murió ahí. Un dolor y un luto que llevamos en el corazón y a quien hoy le rendimos tributo y oramos por su descanso eterno. Ese día se desplomó nuestra casa, luego fue saqueada, y mi familia y yo, nos quedamos vacíos, sin nada material sobre la tierra. Jamás recuperamos lo que teníamos, quedamos en la indigencia absoluta. Gracias a la solidaridad familiar no sufrimos hambre ni frío. Jamás pedimos ni casa ni auxilios del gobierno para sobrevivir, salvo recibir -de cuando en vez- coladas y galletas de “bienestarina” que nos ofrecían a los estudiantes haciendo largas filas que me indignaban. A veces pienso que jamás hemos recobrado ni la cordura, ni los bienes ni la vida, ni la ciudad que ese día perdimos. Hace 34 años, y en mi memoria, parece que fue ayer cuando el mundo se acabó y comenzamos a deambular por una ciudad llena de dolor, de cadáveres, de llanto, de locos…
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