Desde hace algunos años, y ya hemos debido de alcanzar la década, los continuos ataques a Occidente del presidente ruso, Vladímir Putin, levantaron de nuevo la cortina de hierro. Ocuparía todo el artículo si empezara en este momento a mencionarlos, y tengo la seguridad de que quien lee estas líneas se acordará sin mayor dificultad de los más recientes, sobre todo, de los ataques más mediáticos. La posición antioccidental de Putin es clara, y ya lo era desde antes de la bárbara invasión de Ucrania. Sin embargo, sus motivaciones no son tan evidentes, al menos para quienes vivimos a este lado de la cortina de hierro. Con sus ejércitos de cuentas falsas en las redes sociales, su canal de desinformación RT, sus injerencias en elecciones en terceros países, o su apoyo desestabilizador a partidos antisistema en Europa, Putin ha estado todos estos años en campaña militar contra las democracias del planeta. Es el único motivo que se podría evidenciar de sus recurrentes ataques. De hecho, el zar delirante ha aspirado sistemáticamente con sus ataques a debilitar el sistema democrático desde sus fundamentos, y, para ello, usa nuestras libertades. La libertad de expresión, completamente inexistente en Rusia y garantizada en nuestros sistemas democráticos, se ha convertido en el mejor aliado de Putin. Recordemos cómo desde Rusia se han orquestado campañas mediáticas que han desestabilizado por completo la vida democrática de continentes enteros. Recordemos cómo los medios rusos viralizaban videos falsos sobre la situación en Cataluña hace algunos años. O cómo se debatía sobre la injerencia rusa en las elecciones estadounidenses. Actualmente, recordemos que la opinión pública en Rusia, así como los simpatizantes de Putin de este lado del telón de acero, sigue convencida de que la actual invasión a Ucrania es una campaña de liberación de un país que estaba en manos de un régimen nazi impuesto desde Washington. Allá, en Rusia, sostener lo contrario conlleva una pena de hasta quince años de cárcel. Aquí, en Occidente, poder decir tal barbaridad, gracias a Dios, continúa siendo un derecho. Allá, se dice que esta es una guerra contra la decadencia de Occidente, que está en manos de lobbies homosexuales y transexuales. Aquí, en Occidente, muchos sentimos vergüenza ajena por tales afirmaciones, y, desafortunadamente, hay quienes guardan silencio, convirtiéndose, en mi opinión, en cómplices con esas estúpidas afirmaciones.
También en Rusia saben muy bien como usar las debilidades y la polarización que se ha creado en estos últimos años en nuestro lado del mundo. Hace un par de días veía a Putin en televisión afirmando que todo lo que está pasando, refiriéndose a su supuesta campaña de “desnazificación de Ucrania”, no es más que el resultado de la cultura de cancelación de Occidente. Putin argumentaba en el mismo comunicado que en Occidente estaríamos quemando y boicoteando la historia de Rusia, sus autores, sus gestas durante la Segunda Guerra Mundial, su aportación a la historia de la humanidad. De ahí, obviamente, según el zar anacrónico, se desprendería la incomprensión a su campaña de “desnazificación”, y sobre todo, nuestra incapacidad para entender esto que se está convirtiendo en un genocidio.
La cultura de la cancelación es sin duda uno de los fenómenos más complejos y problemáticos que han surgido en los últimos años en Estados Unidos y en Europa, y, desafortunadamente, ha llegado a nuestros países. Como sabemos, lo que inició como un boicot a una persona, un acuerdo a no publicitar y delimitar el eco de una persona en los medios sociales, se extendió progresivamente a personajes históricos, incluyendo filósofos, escritores y científicos. En un primer momento, la cultura de la cancelación se limitaba a boicotear a artistas populares o a gente de la farándula nacional, y poco a poco se hizo extensivo a textos fundamentales de la literatura, algunos de ellos considerados universales. En menos de una década, pasamos de boicotear una cuenta de Facebook de una celebridad local a derribar una estatua en una plaza central, a prohibir el estudio de obras fundamentales de la filosofía y a excluir de universidades a profesores que incluían escritores “incómodos” en sus programas académicos.
Hace un par de años el fenómeno alarmó a un grupo de intelectuales, incluyendo a Noam Chomsky, pero parece que todo ha quedado ahí. No he visto que se haya buscado la implicación de la sociedad en un debate abierto sobre este tema. Es más, creo que muchos intereses politiqueros han cabalgado sobre esta ola, haciendo pasar actos claramente motivados por la cultura de la cancelación como legítimas reivindicaciones sociales. ¿Podríamos aceptar en nuestra democracia que se quemen libros, estatuas, o monumentos en nombre de la reivindicación de derechos? Y la pregunta que cabe, que es de rigor, ¿cómo vamos a entender después que nuestros derechos son fruto de procesos históricos complejos y de conflictos sociales que se extienden durante siglos? ¿No nos estamos arriesgando a crear una generación que, ignorando la complejidad social, dará por sentado que la democracia es un estado natural, que siempre ha sido así y que no hay que defenderla? ¿No nos estamos arriesgando a vivir en una sociedad que ignora el proceso largo y violento que nos trajo a la consolidación del Estado de Derecho y que este es muy frágil, tan frágil que basta un mal voto para perderlo?
Sin tales personajes incómodos, sin la presencia incómoda de nuestra historia, curtida de violencia y de dolor, ¿cómo vamos a poder formular una posición cualquiera frente a momentos históricos como el que estamos viviendo? Es decir, ¿qué valores nos van a guiar y van a determinar una posición contraria o a favor de la invasión rusa de Ucrania? ¿No sería ésta el arma más letal contra la democracia?