Después de ver los ya tristemente célebres “Petrovideos” solo había lugar para un largo silencio. Y creo que habría sido de rigor si la vergüenza fuera habitual en nuestro panorama político. Algo peor que los videos estaba por comenzar: es bien sabido que en Colombia tocamos fondo desde hace rato y nuestra fase actual de excavación no parece acercarse a un ilusorio nuevo fondo. Excavando a nuestro ritmo, siempre se puede llegar más bajo, lo sabemos bien. Y, como prueba de ello, vean las discusiones en las redes sociales. Sobre todo, vean los execrables comentarios de algunos innombrables que, para justificar o legitimar la práctica inmoral de la campaña política del Pacto Histórico, atacaron personalmente al candidato santandereano. No solo instrumentalizaron el dolor de la peor tragedia que una familia puede vivir, sino que lo revolcaron aún más en el fango electoral. En esos videos pudimos ver las entrañas de la máquina de desprestigio sobre la que se ha construido la ambición presidencial de Gustavo Petro y de todo su círculo de políticos tradicionales. Vimos cómo se orquestaba el descrédito de unos, cómo se afinaban las palabras, y cómo se ensalzaba a un ejército de fanáticos que, en la arena de las redes sociales, se dedicarían cuerpo y alma a escupir odio y noticias falsas. Tuvimos que ver la forma en que se discutía en ese cuartel general de fango los tiempos y modos en los que la opinión pública debía conocer –o ignorar– una serie de encuentros con presos extraditables. Los videos y la prensa nos muestran que se habrían discutido favores de no extradición.
Personalmente me fue imposible evitar los tristes recuerdos de la historia reciente (recientísima) de nuestro país. Recordé lo doloroso que fue para el país esa discusión de la no-extradición. Imposible no recordar con profunda tristeza cómo el M-19 acribilló a la justicia del país y cómo detrás de todo aquello se escondía ya aquella famosa “no-extradición”. “Prefiero una tumba en Colombia, que una celda en una cárcel de Estados Unidos.” Qué tristeza recordar esa maldita frase que nos ha costado tanto dolor y que hoy las series televisivas la ponen en escena casi como si de un acto de valentía se tratase, un acto heroico y de amor patrio. Recordé mucha violencia, mucha manipulación, mucha maldad, pero, sobre todo, recordé muchísimo silencio. Muchísimo. Hemos visto en silencio 50 años de esta progresiva debacle nacional. Hemos sido espectadores mudos de esta pesadilla.
El danés Hans Christian Andersen describió a la perfección en un cuento nuestro estado mental, el de esos millones de mudos que hemos presenciado en silencio como un exiguo grupo de individuos nos han arruinado el país. El cuento se llama El traje del emperador –también se conoce como El rey desnudo– y trata de un monarca al que le gustaba vestir muy bien. Un día, escuchó a dos sastres hablar de un tejido nuevo. Se trataba de una tela especial, porque no solo era ligera, suave y delicada, sino también era invisible a los ojos de los imbéciles y de los incompetentes. Claramente los sastres eran unos pícaros y le hicieron creer al rey y a su círculo que se encontraban precisamente frente a dicho estupendo tejido. Para evitar caer en el grupo de los imbéciles o de los incompetentes, toda la corte se mostró maravillada de lo hermosa y suave que lucía la tela inexistente. El rey la “acariciaba” y se asombraba de aquella bellísima seda. Los sastres, viendo que la corte había mordido el anzuelo de su fechoría, se dispusieron a mostrarle al rey un traje confeccionado con la tela invisible. Nadie pudo admitir que no veía tal tela y, mientras los sastres “vestían” al rey con el magnífico traje, en la ciudad ya había corrido la voz de que en breve el monarca se pasearía por las calles luciendo un traje hermosísimo. Un traje que pondría en evidencia con gran eficacia el grado de estupidez y de incompetencia de los vecinos.
En el desfile real, toda la ciudad alabó y se mostró fascinada con el bellísimo traje. Todos, por el temor de caer en el grupo de los imbéciles o incompetentes, guardaron silencio y, susurrando lo lindo que se veía el traje del rey, vieron al monarca muy feliz desfilar luciendo su desnudez.
El desfile acabó cuando un niño dijo:
“¡Pero si va desnudo! ”
A partir de aquel momento, la multitud que en silencio veía desfilar al rey, empezó a gritar que el rey estaba desnudo. El rey, por su parte, terminó el desfile y volvió a palacio.
¿Cómo no ver la historia del país en esa turba silente? ¿Cómo no vernos en ellos mientras en silencio ven al rey desnudo? Así nosotros vimos pasar a Escobar entrando al Congreso, en silencio frente a la evidencia. De la misma forma vimos la muerte de Galán, de Lara, de Álvaro Gómez. En silencio vimos todo el proceso 8.000 y cómo el narcotráfico ponía presidente. La zona de distensión, del tamaño de Suiza y convertida en una jaula de miles de secuestrados, cuando no en una fosa común de miles de desaparecidos. Vimos al paramilitarismo hablar en el Congreso. Vimos al país decirle no al referéndum, y al Congreso sostener que aquel no era más bien un sí. Ahora vemos los “Petrovideos”. Así, como esa turba, hemos vivido con un rey desnudo paseándose por nuestra realidad, y por temor, hemos guardado silencio.