La estampida de la mayor parte de la clase política no podía pasar desapercibida. Centenares de políticos brincando –y con malabares bastante notorios– nos dieron esta semana postelectoral un triste espectáculo. Ese salto triple en masa se grabará con toda seguridad en la memoria colectiva. Y es que no es para menos. El lector estará de acuerdo conmigo en que no todos los días se ven estampidas de este tamaño. Liberales saltando a las líneas del Pacto Histórico. Conservadores siguiéndolos. La fórmula vicepresidencial de Fajardo, como si no esperara más, saliendo del closet a enrolarse en el Pacto Histórico; y como él, muchísimos más se rindieron a los pies del otrora criticado y odiado contrincante. Imposible no mencionar algunos alfiles (y también una larga serie de peones) del santismo que tan felices se sumaron a las filas de Petro, muchos de ellos, todavía con un pie en el diluidísimo partido de Fajardo. Entre tantos panqueques saltando de sartén a sartén, hubo uno que me llamó particularmente la atención y confieso que es el motivo de este corto texto. No fue por su inconsistencia, y mucho menos por la ausencia total de consecuencia, ya que eso, como se sabe, es el ABC de los políticos de nuestro maltratado país. El motivo de mi estupor ante tal pirueta politiquera fue que el malabarista argumentó su voltereta con algo que a mi parecer es un oxímoron. Y es que Alejandro Gaviria, que por un momento se pensó que podría renovar el liberalismo en el país, vanaglorió las supuestas posiciones “liberales” de Gustavo Petro. Un Petro Liberal.
Un profesor que no mide estas palabras está ya con los dos pies en la política y de espaldas a la academia.
El argumento sería muy extenso, porque abarca una fantástica corriente de pensamiento que nos dio las mejores expresiones de democracia en el siglo pasado, y por ello me limito a unos pocos puntos que vendrían a representar los puntos cardinales del liberalismo.
¿No se fundaba el liberalismo sobre una serie de libertades que le otorgaban al individuo una completa autonomía con respecto al Estado? ¿No era por ello indispensable debilitar al Estado con el fin de extender las libertades individuales?
¡Cómo podría Petro caber ahí si hasta quiere disponer del ahorro privado para engordar al Estado y disponer de dichos recursos! Equivale, más o menos, a decirle al ciudadano que no sabe cómo gastar su dinero (el de su propia pensión) y que, por esta razón, el Estado lo hará por él.
Pero digamos que el oxímoron tiene un respiro semántico de magnitudes aterradoras.
¿No constituyen la base del liberalismo la libertad de expresión y de prensa?¿Habrá condenado Petro a Chávez y a Correa por clausurar medios de comunicación, como periódicos y cadenas de televisión? ¿En qué queda la libertad de religión y el estado laico (otra riqueza del liberalismo) cuando se llega a pactos con las iglesias radicales cristianas como hizo Petro en estas elecciones? Si, para el liberalismo una base fundamental es la igualdad de todos ante la ley, ¿cómo encaja esto con la frase de Petro en que públicamente admite que se cobijaba bajo el fuero para “no quedar en manos de la Fiscalía”? Si el liberalismo se erige sobre la economía de mercado y sobre el respeto absoluto de la propiedad privada, ¿cómo su “democratización” puede ser vista como expresión de liberalismo?
Sé que se habla de posideología, pero esto es ya, a mi parecer, posentendimiento, poscomprensión. Empiezo a pensar que el problema del país radica en que llamamos a las cosas con nombres diferentes, y esta confusión semántica no nos deja desarrollar valores, y, por ende, nos impide desarrollar una posición política clara. En ausencia de dichos valores, ninguna posición ajena a lógicas politiqueras podrá darse en nuestro agonizante sistema democrático.
¿A qué responde esta migración que llegó a engordar las filas del petrismo?
No sé usted lector, pero a mí me queda un mal sabor a politiquería clásica. Ese amargo gusto que deja el conservar posiciones políticas, puestos y privilegios. El mismo sabor que deja el seguir manejando la cosa pública como cosa nostra. Creo que el bochornoso espectáculo de la estampida terminó dándole la razón al ingeniero. Ver la desbandada me hizo pensar que realmente es necesario un cambio. Y uno real. No ese cambio que nos propone un grupo de personas que están en el panorama político desde el siglo pasado manejando a su antojo la cosa pública. Ya tuvieron tiempo y se le agotó, como ellos mismos agotaron los recursos del país. Podríamos decir que ya los dejó el tren elevado que conecta Buenaventura con Barranquilla.