Hace ya algunos años, cuando era estudiante en Italia, me encontraba en una oficina de correos. Tenía que enviar un sobre con unos documentos importantes. Se trataba de un envío que, si bien importante, no era urgente. Después de haber verificado su peso y la dirección, la señora que estaba tras el vidrio me miró a los ojos y me preguntó, en tono seco pero acentuado, aquello que le suponía una gran incógnita:
“¿Envío prioritario?”.
El presupuesto de estudiante me obligaba a atenerme siempre a la opción más económica, y automáticamente le pregunté por el precio del servicio de envío corriente. La señora, de nuevo con expresión tajante, me informó que solo existía un servicio: el correo prioritario. Estuve meditando unos segundos, de pie ante del vidrio, como si estuviera pensando cuál servicio escoger, o al menos así debió de percibir la señora mi silencio. Evidentemente, teniendo solo una opción, mi elección no podría durar más de unas pocas fracciones de segundo, por el simple motivo de que opción no había. Rompí el silencio:
– “¿Señora, como puede el servicio llamarse prioritario si es el único que existe?”
– Es el único. ¿Cuál escoge?
-Pero si se llama prioritario, tiene que tener la prioridad respecto de otro servicio obligatoriamente.
-Es el único. ¿Hace el envío o deja pasar al siguiente cliente?
Pagué el servicio prioritario —que, por cierto, costaba mucho menos de lo que había presupuestado—, y salí de la oficina de correos con un argumento de conversación que duró meses, incluso años. En las cenas, fiestas y en toda ocasión en que mediara una cerveza contaba la historia, llenándola de drama, de suspense, y todos reíamos de lo absurdo que era tener un servicio único llamado “prioritario”. Todos lo encontraban curioso, menos algunos amigos italianos que se iban sumando a la indiferencia de la señora de la oficina de correos. Para ellos, era normal que el servicio se llamara prioritario, y, aun entendiendo el problema semántico, no les resultaba chistoso. Así se llamaba el servicio desde hacía años. Un servicio que en una época había sido prioritario, y, una vez que el servicio corriente había desaparecido, conservó su nombre original pese a que se había convertido en una sinrazón al ser prioritario de sí mismo.
Hoy pienso en esto porque, volviendo a ver unas películas del director italiano Nanni Moretti, caí de nuevo en una escena magnífica interpretada magistralmente por él mismo. En ella, mientras coge a cachetadas a una periodista, Moretti le reclama el uso impropio de las palabras. Gritándole “¡las palabras son importantes!”, “¡Cómo diablos está hablando!”, Moretti le asesta bofetada tras bofetada a la periodista incrédula. La escena concluye con Moretti en un primer plano, sentenciando en una frase algo que creo que olvidamos en nuestro uso compulsivo de Facebook, Twitter y demás. Según el cineasta, “Tenemos que volvernos insensibles con respecto a esas palabras, tenemos que ser indiferentes con esas palabras mal dichas (…). Quien habla mal piensa mal. Tenemos que encontrar las palabras correctas, las palabras son importantes”. Viendo esta escena, recordé mi experiencia en la oficina de correos donde claramente la palabra “prioritario” había adquirido otro significado, uno incomprensible para mí, pero muy concreto para la señora y sus clientes. Y ese uso inapropiado de una palabra, poco a poco había despojado al vocablo de su significado original y correcto. Lo había convertido en una confusión aceptada, en algo que no significaba nada pero que existía en el intercambio semiótico de la vida cotidiana. Es precisamente a esto, a desvitalizar las palabras, a lo que aspira todo sistema autoritario. A crear confusión con respecto de todo. A volver a todos los ciudadanos incapaces, no solo de compartir semánticamente un evento, sino también de entender algo tan simple como una palabra de uso corriente. Es así como se producen las campañas de adoctrinamiento en los países bajo el yugo del comunismo y del nazismo. Es así como funcionaba el Ministerio de la Verdad ideado por Orwell. Es por ello por lo que hoy hablamos de “maximizar la verdad.”