En 1949, el gran escritor George Orwell publicaba 1984 (Nineteen Eighty-Four), una novela distópica que terminó por darnos una imagen clara de la forma en que el autoritarismo se desarrollaría en lo que restaba del siglo pasado. Orwell había presenciado recientemente la barbarie nazi. Pocos años antes, había vivido en su propia piel –la parte republicana– la Guerra Civil española. Era sin duda un socialista convencido, y parece que así lo fue hasta que el 21 de enero de 1950 murió en Londres. Digo parece, porque fue excluido y denigrado por la izquierda internacional. La razón de ello era simple: en 1984, considerada hoy su obra maestra, la crítica al autoritarismo se tejía a medida de la Unión Soviética. Orwell, desde su firme convicción socialista, tomó una posición democrática inconciliable con la barbarie soviética, aquella que encarnaba plenamente la máxima expresión de totalitarismo hasta la época imaginable.
En la actualidad, su obra forma parte del imaginario colectivo y es sobre todo recordada por la figura del “gran hermano”; ese ojo que, sin darle tregua al sujeto, lo vigila, lo controla, y cuya presencia transforma cada sociedad en un panóptico enorme. Mucho se ha escrito sobre la figura del gran hermano que ejemplifica las sociedades disciplinarias. El gran hermano se apoderó de las discusiones de inicio de milenio por el formato televisivo homónimo. También resultaba fácil encontrar analogías entre el ojo del gran hermano que penetraba en la esfera privada para vigilar al ciudadano y las cámaras web que seguramente en este momento, mientras lee este texto, lo están observando. Creo que tanto interés acerca del ojo vigilante de la novela eclipsó los eslóganes que emitía el gran hermano; es ahí donde encuentro el elemento crítico más profundo de su obra.
“La guerra es paz, la esclavitud es libertad y la ignorancia es la fuerza.” Es esta precisamente el arma de control profundo del individuo, la que se encarna en la ideología e impone una única visión del mundo. A través de ella, las cosas toman forma, los eventos se realizan, la realidad se conjuga con el presente. Wiston Smith, el protagonista de 1984, lo sabe perfectamente. Trata de liberarse de la visión impuesta por aquellos eslóganes, mostrándonos así que la condición mínima e indispensable para rebelarse al totalitarismo es simplemente tener la capacidad de descifrar, de decodificar los signos, los eventos que nos rodean, al objeto de poder construir una base coherente de la realidad. El verdadero totalitarismo se erige, como nos muestra Orwell, en crear un mundo indescifrable, un mundo donde nada puede desarrollarse como signo, un mundo sin referente donde todo es un cortocircuito semiótico. He ahí el eslogan, “la guerra es paz, la esclavitud es libertad y la ignorancia es la fuerza”. No se trata de ocultar la verdad, ya que su función consiste en imposibilitar al sujeto de descifrar la realidad en su totalidad. Este leguaje no solo sirve para manipular la percepción de un evento, sino que a través de él se crea un sujeto incapaz de percibir y comprender evento alguno.
Es sobre lo que se construyó la Unión Soviética, y a ello se reducía su ideología. Desafortunadamente, el socialismo internacional demoró mucho en entender a Orwell –y todavía muchos siguen sin haberle dado una lectura–.
En los pocos días que lleva la bárbara invasión rusa a Ucrania, hemos visto cómo se han desempolvado los eslóganes de las ideologías del siglo pasado. Sin embargo, la realidad de esta sangrienta invasión es tan concreta, sus motivos son tan del siglo pasado, la estrategia es tan anacrónica, que el intento desesperado de crear un eslogan capaz de desarticular esa realidad tan solo nos lleva a lo ridículo.
Mientras escribo esto, estoy escuchando fragmentos de información de los medios rusos. Se trata de un lema claro: según ellos, están liberando a Ucrania de una supuesta invasión nazi, obviamente orquestada desde Washington. Dicen que los ciudadanos oprimidos por ese tal régimen nazi ucraniano salen a las calles a acoger de brazos abiertos al libertador ruso. Espero que, desde este lado de la cortina de humo mediática rusa (construida por su RT, Telesur, HispainTV y sus secuaces), empecemos a llamar a las cosas por su nombre, y que no nos perdamos en argumentos superficiales sosteniendo que se trata de una guerra entre potencias por el gas, o que son conflictos lejanos que no nos atañen, o que la OTAN nunca debió tentar al gran dictador. Por ahora, es una bárbara invasión a un país que eligió democráticamente su parlamento, y creo que, si empezamos a llamar a las cosas por su nombre, nos evitaremos la vergüenza de tener que estar dentro de poco recordando que no eran daños colaterales, sino un genocidio ucraniano.